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Laura esteban trejo
Reflexiones desde la ventana

Off with his head!

BEATRIZ CABRERA PORTILLO

Martes, 6 de abril 2021, 07:44

Fahrenheit 451. Esa es la temperatura precisa en la que el papel de un libro puede llegar a inflamarse y arder. Y es eso lo que ha sucedido a lo largo de los tiempos con la literatura. Hace unos días mi hermana compartía conmigo un artículo del 'Greek Reporter' bajo el siguiente titular: 'La Odisea es prohibida por violencia y sexismo; ¿el fin de los clásicos mundiales?'. He de reconocer que me puse hecha una hidra mientras por mi cerebro comenzaban a desfilar imágenes de cintas al modo del fenaquistiscopio de Plateau: las archiconocidas Ágora, La Ladrona de Libros o El Nombre de la Rosa, por solo nombrar algunas. Con este movimiento pendular de la Historia, estamos reviviendo la ya conocida 'cultura de la cancelación' que es ese movimiento censor que pretende fomentar la corrección política impuesta por el partido imperante y, dicho sea de paso, no herir sensibilidades de los futuros votantes.

Recientemente son varios los medios que se han hecho eco de la desaparición del mercado de ciertos productos de marketing y cine infantil así como la censura de clásicos de las Letras y del Séptimo Arte tales como El Mercader de Venecia o Lo que el Viento se Llevó, estos dos últimos señalados por su presunto halo de racismo. Recuerdo que hubo un tiempo en el que algunos nos llevábamos las manos a la cabeza cuando leíamos que el tribunal inquisidor de la moral y la ética, la suya propia, decidía postergar la publicación de obras clave de la literatura inglesa tales como Lady Chaterly's Lover (de D.H.Lawrence) dado su escandaloso e inaceptable contenido sexual. Paradójicamente hoy en 2021 seguimos recogiendo la leña para formar una quema de brujas en mitad de la plaza digital. Siempre se dijo que las brujas eran sinónimo de sabiduría y, por consiguiente, se quemaban vivas. Los libros también.

Lo mismo ha sucedido con el atentado contra el patrimonio artístico de algunas ciudades en forma de nombres de calles, estatuas o edificios icónicos tanto dentro como fuera de nuestras fronteras argumentando que estos están vinculados directa o indirectamente con una figura o acontecimiento histórico antagonista. Sin embargo, la reflexión aquí, lejos de tratarse de la veneración de hitos históricos esculpidos indistintamente en piedra o carne, es innegablemente más profunda pues se trata, por el contrario, de considerar que estos han sido testigos fieles de eras oscuras impregnadas de sangre a borbotones y que su pervivencia son un recordatorio latente del pasado pues se vuelve harto necesario rememorar los errores que cometimos con incluso mayor nitidez, si cabe, que los triunfos. Esto es posible gracias a la tangibilidad de la historia, la cual ni debemos ni podemos castrar pues, como ya apuntaba Confucio, «quien no conoce la historia, está condenado a repetirla». Solo de este modo evitaremos despojar a las generaciones venideras de su derecho a conocer lo que fue cuando esto no les llega a través de aquello en lo que se manejan mejor: las redes sociales. De igual modo, estaremos evitando caer en el victimismo retroactivo que consiste en juzgar los crímenes del pasado con una mirada actual.

Llegados a este punto, cabe preguntarse ¿por qué se ha tenido tanto interés siempre en que el pueblo rezume en la estulticia y viva narcotizado en su prolijo letargo? Es más, ¿qué mejor modo de perpetuar su supina ignorancia que ofreciéndoles mucho pan y todavía más circo? Pues de eso sabe bien el cuarto poder: los medios, especialmente la TV que busca entretener, adoctrinar e insuflar miedo, lo que nos lleva a muchos a optar por el ayuno informativo y dedicar nuestro preciado tiempo a otros menesteres que nos producen mayores satisfacciones. En algunos casos, los medios han venido a representarse a modo de ventrílocuo que mueve los hilos y proyecta sombras. Nos hallamos ante cadenas que no informan nada y forman menos aún; horas y horas de telebasura protagonizadas por coros de berreos porcinos farfullando imprecaciones y actuando de Tribunales Supremos de poca monta que son «palabra de Dios» para muchos. Ya se sabe: «Poderoso caballero de Quevedo es don dinero». Es un hecho incuestionable que los medios se han convertido en un sistema de control social, en el aparato propagandístico al servicio del gobierno imperante con su sempiterno guión político legislatura tras legislatura, o si no, que se lo digan al Bobby Fischer del partido cárdeno azuzando peones: «dame a mí los telediarios». Todavía estamos esperando a que su alter ego, el del Falcon, liberalice la TV porque, a fin de cuentas (y nunca mejor traído), lo pagamos con nuestros impuestos.

Y esto es igualmente aplicable a las plataformas digitales actuales que ejercen una hipervigilancia brutal a base de algoritmos que deciden qué se quiere que veamos en cada momento, los códigos QR que nos pasaportan, en forma de verde esperanza, a otras naciones, las cámaras de control facial o la geolocalización que, todas ellas en combinación, esculpen nuestro CV más personal con una clara prebenda: potenciales votantes. Uno siente que ya no quedan lugares de libertad pues, querido lector, párate a reflexionar: ¿cuántas veces has hecho una consulta en un sitio web con un dispositivo y a continuación aparece en bucle en otro dispositivo digital distinto? ¿Cuántas otras has visitado un restaurante y, antes de que cruces el umbral de la puerta, te están preguntando si el lugar ha cumplido tus expectativas y eres amablemente invitado a calificarlo con estrellas? ¿Y las sugerencias de visionado de Netflix? No me cabe duda de que si sometiesen a escrutinio a tu pareja con cuestiones acerca de tus gustos personales al modo de aquellos programas de medias naranjas, a más de uno le sacaban los colores. Si Jesús Puente levantara la cabeza…

Pues yo, recogiendo el guante de la libertad de prensa al más estilo anaboleno, le doy la espalda a la autocensura y les digo: «hagan lo que deseen, pero lean, lean mucho… ¡Que es de primero de Primaria!»

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