
Francisco mateos
Lunes, 28 de noviembre 2022, 07:17
Volvemos a la Luna para que la ciencia nos siga ayudando a hacer avanzar a nuestra sociedad. Pero los grandes proyectos científicos también nos pueden servir para soñar con hacer realidad lo imposible, incluso al nivel más local.
Tras varios retrasos, el pasado miércoles 16 de noviembre, finalmente se produjo el esperado lanzamiento del cohete SLS (Space Launch System) desde el Centro Espacial Kennedy de la NASA en Florida. Con dicho lanzamiento comenzó la misión Artemis I. La primera de una serie de misiones para que la humanidad pueda volver a la Luna en las próximas décadas, esta vez de forma estable.
En esta primera misión se probará la seguridad de la capsula Orión, que en la siguiente misión ya irá tripulada. Es en la tercera misión, prevista para dentro de 4 o 5 años, cuando debería aterrizar en la Luna una tripulación en la que, como mínimo, habrá una mujer.
Podríamos decir que es la segunda parte de las misiones Apolo que durante los años 60 y 70 del pasado siglo llevaron al hombre a la Luna. Aunque esta vez somos más ambiciosos, ya que la NASA tiene previsto poner en órbita alrededor de la Luna una estación espacial lunar (Gateway) que facilitará las operaciones de exploración tanto en la Luna como en Marte.
Todo muy interesante, aunque mucha gente se pregunta ¿para qué volvemos a la Luna? Y sobre todo ¿Cuánto cuesta esto?. Bueno, los objetivos son puramente científicos y en cuanto al coste, se puede establecer entre los 25 y los 30 mil millones de dólares.
Es en este punto donde comienzan a arreciar las críticas. En un planeta azotado por crisis energéticas, desigualdades económicas, guerras, hambre y privaciones para muchas personas, además del cada vez más acuciante problema del cambio climático ¿nos podemos permitir esto? ¿es realmente necesario? ¿puede servir para que vivamos mejor aquí, en la Tierra? ¿no hay mejores cosas en las que gastar el dinero?
Estas críticas no son nuevas. Ya se pusieron de manifiesto en los años 60 durante los inicios de la carrera espacial. En aquellos años de grandes problemas raciales en los EE.UU., Martin Luther King declaró, en el senado: «Podemos estar seguros de que en pocos años pondremos un hombre en la Luna y con un telescopio adecuado será capaz de ver los barrios marginales de la Tierra, con su congestión, decadencia y agitación cada vez más intensas» y a continuación preguntó a los senadores: «¿Según que escala de valores es este un programa de progreso?»
Poco después, en 1970, la misionera norteamericana Mary Jacunda escribió al director científico de la NASA, Ernst Stuhlinger, preguntándole de qué forma se podía justificar el uso de recursos para ir a la Luna o a Marte cuando en la Tierra había tanto sufrimiento: niños enfermos, hambre y desigualdad.
En su respuesta, Stuhlinger reconoció que los problemas de la Tierra eran importantes y que efectivamente el presupuesto de la NASA era elevado, pero tan solo el 1% del presupuesto de los EE.UU. Aunque reconoció que eso no era motivo para no poder cuestionarlo.
Tras esa introducción, el administrador de la NASA le hizo pensar a la Hermana Jacunda sobre el caso de un bondadoso conde que había vivido en Alemania hace más de 400 años. El conde siempre estaba repartiendo su riqueza, pero hizo más que distribuir: creó. Financió las actividades de un extraño lugareño que trabajaba artesanalmente fabricando unas lentes de cristal que nadie sabía bien para que servían, las montaba en tubos y construía extraños artefactos. El conde fue criticado por desperdiciar dinero en el artesano cuando las necesidades de los hambrientos de la localidad eran mayores y más perentorias.
Finalmente, fueron esos experimentos con lentes los que sentaron las bases de la invención del microscopio, uno de los aparatos más útiles para combatir las enfermedades, la pobreza y el hambre. El conde -explicaba Stuhlinger- al reservar una parte de su dinero para investigación y descubrimientos, contribuyó en mayor medida al alivio del sufrimiento humano, de lo que habría hecho donando todo su dinero a una comunidad acosada por las calamidades y el hambre.
La moraleja de la historia esque la inversión en ciencia básica, aquella que se realiza pero que no tiene una aplicación inmediata en la sociedad, a veces es la que más práctica y efectiva resulta ser a largo plazo.
Esto ha sido demostrado innumerables veces en ciencia. A mediados del siglo XX, por ejemplo, el científico Clay Patterson, trabajando en un proyecto de ciencia básica relacionado con la dudosamente práctica tarea de averiguar la edad de la Tierra, descubrió que la industria petrolera llevaba décadas intoxicando a millones de personas con el aditivo basado en plomo que añadían al combustible para mejorar el rendimiento de los motores. Se tardó más de 20 años, pero finalmente la gasolina con plomo fue prohibida en todo el mundo. Ahora nuestro planeta está mucho más limpio y nosotros mucho más sanos.
Otros descubrimientos como el efecto que los CFC's de los aerosoles y los sistemas de refrigeración en el agujero de ozono, o la relación entre la quema de combustibles fósiles, el incremento del dióxido de carbono en la atmosfera y su efecto en el calentamiento global, son historias muy parecidas relacionadas con la ciencia básica.
La NASA es una de las organizaciones científicas que más dinero en ciencia invierte en el mundo. Gracias a la exploración espacial podemos disfrutar de pantallas LED, teléfonos móviles, mantas de aluminio para emergencias, sistemas de purificación de agua, termómetros de oído, aislantes térmicos de alto rendimiento, herramientas hidráulicas para rescate de víctimas en accidentes, auriculares inalámbricos, detectores de humo, ordenadores portátiles, localización por GPS y miles de cosas sin las que nuestra vida hoy sería muy diferente.
Desde luego, no podemos olvidar que siempre hay necesidades y derechos sociales que necesitan importantes recursos económicos, como el acceso universal a la sanidad, la educación gratuita y de calidad o las pensiones. Muchas personas necesitan ayuda aquí y ahora, pero no debemos dejarnos arrastrar por los dirigentes políticos que en lugar de ganarse su sueldo estableciendo prioridades y administrando correctamente los recursos públicos, pretender convencernos de que para disponer de más dinero para ciencia, sanidad o educación tenemos que elegir, entre ellos o pagar más impuestos.
La exploración espacial ha producido retornos económicos, tecnológicos y sociales, mucho mayores que las enormes cifras que se han invertido en ella. Invertir en ciencia, casi nunca es malgastar el dinero.
Por otro lado, cuestionar la inversión en ciencia por su elevado coste, al mismo tiempo nuestros dirigentes establecen una competición para ver quien cobra menos impuestos, es una carrera que condena a un país al fracaso colectivo.
Lo que necesitamos para progresar no son menos impuestos, sino sistemas impositivos más justos y equitativos, transparencia en la justificación de las cuentas públicas y responsabilidad en la gestión de los fondos para poder encarar ambiciosos proyectos públicos, como es la exploración espacial, sin renunciar a nada.
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