

José Cercas
Lunes, 28 de diciembre 2020, 08:02
Al principio lo único que deseaba era el sonajero al viento,
que agitado por la mano del padre o de la madre,
diera en mis oídos la música celestial del cariño.
Más tarde, quería, un caballito
que galopase y soñara como los de verdad,
un dibujo en la pared oculta
y los reyes magos que, desde tierra lejanas,
dejaran en nuestras ventanas, la ilusión,
la magia de lo que no comprendes y la alegría.
Llega la pubertad, terrible cosa, que nos despierta de todo,
que equilibra la pena con el amor, tal vez, no correspondido.
Pasa el tiempo y nos enfrenta con la realidad más dura
donde pierdes el ancla que te ató férrea a otro tiempo;
llega la responsabilidad, las cosas materiales que ambicionas,
la luz sobre el trabajo y los hijos salidos de la nada.
Con la vejez, otras cosas, saber caminar, saber mirar la luz
que todo lo refleja, saber despertar otro día más,
saber mirar, otra vez, a quien te mira desde ojos amorosos,
que te coge la mano, que te da el último beso
cuando giras la cabeza con el último suspiro,
al final del camino.
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