

Beatriz Cabrera Portillo
Miércoles, 24 de agosto 2022, 08:44
Y hasta el mismísimo Poseidón quiso un día sumergir la Atlántida bajo las claras aguas del océano del Plus Ultra para quedar así observado este místico continente por la imperturbable mirada de las columnas de Hércules en el estrecho de Gibraltar y sus cuevas de silueta africana en Tánger. El sur tiene duende y un halo de misterio. Allá en el sur de la piel de toro hay dos tierras que se abrazan, o más bien, se besan: la costa de Cádiz y Marruecos, en el norte de África. A modo de asíntota, son dos amantes que se tocan, pero divergen por otro lado: unidas casi en tierra y bañadas por un mar y un océano inmenso, donde el agua, ese del que estamos hechos un 90 por ciento, es el gran protagonista. Hay tierras magnéticas que tienen embrujo y eso es lo que le sucede a toda la costa gaditana. Entrar en ella es sentir un aire distinto, embriagador; la vista comienza a entusiasmarse al compás de molinos de viento- el de levante- y explanadas que parecen verdaderas obras de arte de patchwork diseñadas milimétricamente por el artesano más habilidoso.
Comienzo mi ruta en la bella Vejer. Me viene al recuerdo una imponente colina dibujada de casas de un inmaculado albar, perfectamente alineadas, como si se tratase de un impoluto lienzo del más virtuoso puntillista francés del XIX. Cuestas, macetas, colores, miradores… Vejer convive entre lo clásico y lo moderno porque ha sabido converger el arte andaluz de balconadas y cortinas de esparto con cuidadas boutiques de ropa artesana o cafeterías con un toque europeo que trasladan a cualquiera a ciudades cuyos hogares huelen a Hygge. Todavía uno es capaz de identificar el influjo andalusí en la celosía de sus ventanas, el adobe en algunas de sus fachadas o los arcos geminados de sus encaladas viviendas que nos conducen hacia el rincón más estético del municipio: el Arco de las Monjas. Y tal es el vínculo de Vejer con el mundo musulmán que, según cuenta la leyenda, una bella muladí y un emir de origen marroquí, se enamoraron perdidamente y vivieron dichosos en España hasta que la Reconquista les obligó a marcharse a tierras africanas, concretamente a Chefchaouen. Mientras él ganaba en estatus, ella entristecía cada día más pues sentía nostalgia de su tierra. Él, desasosegado por querer hacerle sentir en casa, decidió recrear la hermosa Vejer en aquella población bereber, la cual era además lugar de acogida a expulsados de Al-Andalus. Pero, cuidado, si en una de las resplandecientes calles vejeriegas de repente encuentras a la cobijada con manto y saya del más numinoso azabache cubriendo su rostro excepto un ojo, no creas que se trata de un burka, sino de un traje tradicional posterior a la presencia musulmana en la villa.
Y el sofoco de escalar sus empinadas calles, pide playa, pide Tarifa. Este rincón en el hemisferio más meridional de la península tiene algo que le hace exclusivo. Un pueblo de marineros que también ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos. Si la visitas en Semana Santa, te encontrarás procesiones frecuentadas por los residentes más oriundos del lugar y solo dos calles más abajo, estará plagada de jóvenes procedentes de todos los rincones del mundo buscando el Nazaré portugués en España, los cielos salpicados por motas de colores de cometas en los Lances, las dunas de Punta Paloma con aire renovador o la diversión de sus noches al son de guitarras en mitad de la calle y acentos varios que ponen en jaque el conocimiento geográfico del visitante. Un visitante que tiene el privilegio de casi tocar con sus dedos otro continente, África, pues solo distan 14 kilómetros de costa a costa. No obstante, antes de cruzar el estrecho, voy a dar una vuelta por mi vicio confesable, mi pequeña Inglaterra en España: Gibraltar.
Lejos de los conflictos políticos en los que permanecen anquilosados España, Gibraltar y Reino Unido, cualquier buen viajero que se precie, pondrá en marcha la teoría del encuadre, presionará el zoom de la Polaroid y se dispondrá a disfrutar de la placentara sensación de cruzar una frontera imaginaria y penetrar en ese particular mundo al que personalmente me une el famoso hilo rojo del Asia oriental: una pequeña Pérfida de Albión en territorio español. Poner pie en Gibraltar es toparse con cabinas rojas, cruzar una pista de despegue y aterrizaje de aviones, ver la Roca imponente a cierta distancia- tan mística y hermosa como la misma EsVedrá ibicenca- oler fish and chips, ver guardias reales de casco negro, los bureau exchange, y, como no, escuchar a los llanitos pidiendo 'liquirbá' (liquorice bar), 'rolipó' (lollipop) y 'salti pinas' (salted peanuts) en el kiosko o jugando con 'meblis' (marbles) en la calle, canto de sirena para el oído anglófilo. Bueno, hablar de Gibraltar y pasar por alto sus míticos macacos de Berbería podría incluso tacharse de delito, sobre todo por parte de los gibraltareños, pues según relata la tradición popular, en cuanto desaparezca el último mono en el Peñón, los llanitos tendrán que devolver Gibraltar a España y estos quizás decidan dar el gran salto a su lugar de origen: el Atlas, eso sí, antes pasando por mi siguiente destino: Tánger.
De hipnótico toque andaluz, 'Tigisis' es una maraña de calles donde uno despierta al son del graznido de gaviotas o con la afinación del muecín llamando puntualmente a la adhan (llamada a la oración) desde el minarete de la mezquita. Esta ciudad de reminiscencia colonial observa sin cesar el caótico devenir de verdes Mercedes Benz en la Plaza del 9 de abril, súbitamente silenciado por la armonía geométrica en el interior de sus mezquitas repletas de mosaicos, estucos cincelados a mano y filigranas, así como la aleatoria presencia de algún sosegado taller de telares que nos recuerda que allí se practica la 'slow life' y donde la figura de Penélope cobra ahora forma masculina, pues son ellos y no ellas quienes ocupan mayoritariamente el papel de artesano. El romanticismo literario de Tánger es innegable: lo mismo puedes encontrarte a un famélico personaje dickensiano en mitad de la noche que sentirte un invitado a una loca soiré de Gatsby para así perpetuar el rito del té con hierbabuena en Hafa Café. Es difícil no sentirte una actriz de esas de filtro en cámara, en concreto de media de color gris, número 9 de Christian Dior, mientras sorbes el undécimo té marroquí en el Café París o el Cinema Rif, como también conmoverte ante el paupérrimo modo de vida de algunos residentes en la Medina. Tánger no te deja indiferente: exprime los cinco sentidos hasta el paroxismo.
Y podría terminar de mil formas o seguir escribiendo hasta la extenuación, pero creo que este extracto del poema 'Ítaca', por Constantino Cavafis, bien podría poner broche final a este apasionante episodio, mientras de fondo resuena como una caricia el 'Where Do You Go to (My Lovely)', de Sarstedt: «Cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. No temas a los lestrigones ni a los cíclopes ni al colérico Poseidón, seres tales jamás hallarás en tu camino, si tu pensar es elevado, si selecta es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo».
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