José Cercas
Lunes, 22 de noviembre 2021, 01:48
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Santiago a lo lejos. Ya se divisan las grandes y hermosas torres de la catedral. Está anocheciendo y, tanto las sombras como los últimos rayos del sol, le da, a su perfil histórico, un cálido tono amarillo de misterio y aventura.
Llueve, una calima monótona y constante, hace que brille el asfalto de la carretera. Ya divisamos algunos edificios también legendarios, también mágicos, de ese granito que sufrió la labor del cincel. Piedra labrada sobre la piel cierta de la ciudad. Santiago, la catedral, el peregrino bajo sus puertas y en nuestras pupilas, tan humana, tan repentina, tan certera.
Recuerdo la voz de Santiago,
el lenguaje legendario de sus piedras,
su cálida acogida, su olor a humedad y a misterio,
el sonido de sus regatos de aguas inalterables,
como si estuvieran allí desde la postrimería del tiempo,
de la vida, desde que el primer ser humano creó la sed
y humedeció sus labios con sus aguas cristalinas,
como si nunca hubieran viajado hacia el río Sar
aquel que va a descansar al mar.
A ese mar gallego con sus rías bañadas de hórreos en sus flancos.
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