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La autora. Laura Esteban
Reflexiones desde la ventana

El mundo a 24 fotogramas

BEATRIZ CABRERA PORTILLO

Domingo, 9 de mayo 2021, 02:09

Ya no se ven apenas aviones. El almanaque no engaña y hace un tiempo que la bóveda que nos abraza los ha desdibujado de su entorno y lo ha sustituido por oquedad y estagnación. Eso se traduce en una pared de días iguales y un embate al sector que se ha visto más perjudicado y que representa un alto porcentaje del PIB en España, el turismo, mal le pese al que defiende el dedismo más descarado: «lo que diga padre». Hoy en día es más fácil pasar desapercibido dentro de nuestras fronteras llevando chanclas y calcetines que una peineta, o si no, que se lo digan a los franceses que cruzan los Pirineos sin titubear y que bien podrían interpretar la versión francófona más landista del «Vente para España, Francois».

Se echan de menos los madrugones para llegar a la terminal, las carreras por el aeropuerto, el estrés del control de policía y el olor a café en la puerta de embarque. Ante tanta zozobra, he tenido una clara epifanía y no se me ocurre mejor forma de viajar que desde la cabina de proyección del Cinema Paradiso, al más puro estilo Totó y Alfredo. Solo un consejo: cierra los ojos y acomoda el asiento que empieza la sesión de GIM.

Parto de Madrid y cruzo el charco para aterrizar en Salem (Massachussets), de la mano del polifacético Daniel Day-Lewis en The Crucible, el cual nos muestra los delirios más insanos de una serie de fanáticos religiosos de la América del siglo XVII. Mi estómago va pidiendo desayunar y ¿qué mejor forma de hacerlo que en New York mientras saboreo un delicioso croissant frente al escaparate de Tiffany's? Con el estómago agradecido, serpenteo mi cuerpo por el Mississippi a ritmo de blues, jazz y sobre todo rock 'n' roll por la Route 61, mientras resuena el «Suspicious Minds» desde Graceland. Y tras tanto bamboleo, hago una breve parada en el «Whistle Stop Café» donde, además de unos sabrosos Tomates Verdes Fritos y tardes de limonada, descubro por vez primera un grupo de hombres que llevan cucuruchos blancos en la cabeza galopando a caballo como si estuvieran sacados de la mismísima Semana Santa de Málaga, todo eso mientras Kathy Bates pronuncia el liberador «Tawandaa». Tras un breve descanso, Harley en mano y con el «Born to Be Wild» rugiendo desde su motor, comienzo mi Route 66. Como mujer audaz que soy, no puedo evitar plantarme unas buenas gafas con forma de ojo de gato y un pañuelo al cabello imitando a la mismísima princesa de Mónaco y lanzarme, junto a mi Thelma-Clyde de viajes, al vacío del Gran Cañón del Colorado. Allí, sonando el eco del «Fantama de Tom Joad», decido saborear unas uvas, sí, esas Uvas de la Ira que vienen a recordarme que, a pesar de las sacudidas del Dust Bowl y las miserias de la ruta, me espera la tierra de las oportunidades: California, no sin antes terminar el día con una «soirée» acompañada de ese galán de cine con hilos de oro y ojos color mar, Bobby Redford en el Great Gatsby, y rodeada de «flappers» en plena Prohición. Ooops! eso me recuerda que tengo una cita unos kilómetros más al sur.

«¿Pies para qué los quiero, si tengo alas para volar?» Mientras disfruto de un sorbo de tequila, en mitad de una ceremonia báquica en un ambigú mexicano, caigo prendida ante el maravilloso vestido de Tina Modotti mientras interpreta un sensual tango con Frida, a tan solo unos metros de la Casa Azul. Y en la tierra del mariachi «necesito llenar de amor» el estómago y no dudo en hacerlo a través de la intemperancia que ofrecen los platos de De la Garza allí donde el romance falla, en Como Agua para Chocolate. Para compensar ese desequibrio, marcho a Colombia, allí donde el Amor está presente incluso en losTiempos del Cólera y los juramentos de afecto son eternos: 51 años, 9 meses y cuatro días, exactamente. Mi cuerpo trémulo pide recorrer 8000 km encima de «la Poderosa», una Norton 500 conducida por Ernesto Guevara y Alberto Granado, aderezada la marcha por un magistral concierto conceptual del más claro ejemplo de que menos es más: Augusto Santaolalla, en Diarios de Motocicleta. Eso sí que es un viaje de transformación.

De Argentina, salto al gigante negro y brotan Memorias de África en mi cabeza pues, ¿a quién no le apetece un paseo en helicóptero a vista de pájaro «para ver el mundo a través de los ojos de Dios» y disfrutar de oblongos baobabs, la fiereza de la llamada más animal de la cadena trófica en mitad de la colonización británica, con sociedades predominantemente masculinas, lluvias torrenciales, sonidos swahili, Kikuyus, Masais y tardes de té presididas por una elegante a la par que valiente damisela europea de acento danés y de nombre Msabu? Yo, como obsequio ante tanto síndrome de Stendhal, te regalaría una hermosa pluma estilográfica dorada y masajearía tus cabellos con agua dulce y embriagadora esencia, incluso.

Y desde allí, cruzo el mediterráneo para poner los pies en Europa y ¿qué mejor forma de edulcorarse el día que yendo a la deliciosa chocolatería de Juliette Binoche en Chocolate? Como al estilo de esos anuncios antigualla, si no queda satisfecho «Come en Sicilia, Reza en India y Ama en Bali». Yo añadiría; «Ríe a mandíbula batiente», si no es mucho pedir, en el Hotel Budapest, donde el color pastel y el surrealismo más dantesco es la seña de identidad.

De allí, cual Mil y Una Noches, viajo en alfombra mágica rumbo hacia parte del viejo continente oriental. Me embarco en el Orient Express en ese «spot» que está a caballo entre Europa y Asia: Estambul. Allí, una avalancha y un crimen ponen patas arriba mis planes, pero rápidamente me recompongo y decido emprender mi propia ruta de la seda hasta China. Es en el país de los ojos rasgados donde decido asentarme 7 años, concretamente en el Tibet, apopada por la sinuosidad del techo del mundo, el Everest, y aprendiendo de las lecciones de altruismo del Dalai Lama en esa bella ciudad que lleva por nombre: Lhasa. El exotismo femenino está presente en Japón también y allí me hago plenamente consciente de que aquellas mujeres que ejercían de «acompañantes» de hombres, ocultaban tras su maquillado rostro el dolor que produce la carencia de afecto; ellas, Geishas repletas de Memorias. Mientras tanto, algunos varones en la anhelada isla de Asia, son el claro paradigma de que aquello de lo que ansiosamente huyes, acaba atrapándote irremediablemente cual tela de araña. Eso te convierte en el Último Samurái.

Finalmente, quiero terminar mi periplo y mudar la piel en el «Down Under», el «Outback». En esa vasta tierra de prisioneros llegados de la Pérfida de Albión, Australia, una Modista de voluptuoso perfil es capaz de frenar el movimiento de un balón con un «stiletto» rojo, mientras un pueblo entero se desquicia ante su incómoda e inesperada llegada. En tierra de Maoríes, observo la magistral y elegante danza de Flora, una niña que baila al viento en la playa, al compás de unas trágicas notas de Piano, esbozando -sin querer- un verdadero lienzo de Sorolla. La frialdad de la mar contrasta con la espesura del verdor del bosque en el que se produce el maridaje perfecto de un vigoroso cuerpo masculino, el de Baines, con la delicada y nacarada silueta de la madre de Flora, Ada.

Y si cualquiera de ustedes, lectores, fuesen Berkeley de Memorias de África, podrían preguntarme: «¿Ha estado usted en todos esos lugares?» Y yo, al estilo Blixen, replicaría: «He viajado mentalmente». He aquí la etopeya de una «wayfarer» a la vez que «cinéfaga». Estas líneas vienen a refrendar lo que ya sabía: que el cine y «escribir sobre las cosas me ha permitido soportarlas» (Charles Bukowski).

Desde aquí, tomándome la licencia que este diario me concede, les invito a viajar hasta la bulimia pues es otra opción de alcanzar el pináculo de la felicidad, el verdadero Nirvana. «Urbi et Orbi» sobre todo a ti, mi espejo, por haberme enseñado el camino a seguir con miguitas de pan y transformarme en el pájaro que las fagocita…

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