Francisco Mateos
Miércoles, 1 de noviembre 2023, 10:26
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Según dicha teoría, la reciprocidad consiste en que los mercados capitalistas necesitan ciudadanos libres como fuerza de trabajo y los ciudadanos necesitan a los mercados capitalistas para organizar la producción.
Esto crea un sistema económico en el que los mercados están bien organizados y la economía funciona adecuadamente, al tiempo que los ciudadanos van aumentando su poder económico, van reclamando mayores poderes políticos, como la ampliación del derecho de voto.
Así, se crea un círculo virtuoso en el que la prosperidad económica convierte a las sociedades en más democráticas y estables, se facilita la confianza de los ciudadanos y se incrementa su disposición a invertir y trabajar para labrarse un futuro en una comunidad en la que creen.
Durante el siglo XIX, en muchos países europeos, la reciprocidad produjo una dinámica que facilitó la transición pacífica de las sociedades estamentales del Antiguo Régimen a las modernas y prósperas sociedades democráticas de la Ilustración.
Pero claro, esta relación funciona cuando hay instituciones económicas inclusivas que garantizan los derechos de propiedad, la ley y el orden, la libertad, el funcionamiento de los mercados, el cumplimiento de los contratos y la igualdad de oportunidades y no funciona cuando las instituciones son extractivas, cuyo único fin es arrebatar rentas y riqueza de una parte de la sociedad para beneficiar a una élite.
Muchos economistas piensan que esta diferencia entre instituciones inclusivas y extractivas es la que condiciona la prosperidad de unos países y la pobreza de otros. Y concluyen que cuando en una sociedad próspera y económicamente inclusiva se rompe la relación de reciprocidad entre mercados y ciudadanos, el futuro de esa sociedad peligra.
Así, parece que todo depende de un delicado equilibrio en el que, si por cualquier motivo el ciclo de inclusión y prosperidad se rompe, si las instituciones o empresas comienzan a comportarse de forma extractiva y peligra el bienestar económico, político o social de los ciudadanos, el progreso comienza empieza a peligrar.
Ya en la antigua Grecia, Polibio describía la sucesión cíclica de los regímenes políticos. Para Polibio, los tres sistemas de organización política; monarquía, aristocracia y democracia, acaban decayendo en otros tres que son la degeneración de los primeros: tiranía, oligarquía y populismo, para acabar volviendo a la monarquía y vuelta empezar.
Si como antiguos griegos y algunos economistas contemporáneos piensan, la historia de los pueblos no es lineal sino cíclica, quizás deberíamos empezar a cuidar que no se rompa el ciclo. Posiblemente no podamos evitarlo, pero si logremos alargar la prosperidad y el bienestar todo lo posible.
Nuestra civilización se enfrenta actualmente a muchos retos, y aunque el más serio de todos ellos sea el ambiental, hay dos cuestiones que están revelando como preocupantes y que pueden dar al traste con el actual periodo de progreso y bienestar: la creciente desigualdad económica y el poder de las grandes tecnológicas gracias al capitalismo de vigilancia acrecentado ahora por la inteligencia artificial.
En cuanto a la desigualdad, en España se da una extraña paradoja. En los últimos 10 años, la riqueza general del país ha aumentado un 16,4% y los beneficios de las grandes empresas han crecido espectacularmente. Sin embargo, la tasa de pobreza se mantiene estable en el 20,4%.
En los últimos años, tras la pandemia, el aumento de los tipos de interés y de la inflación no han hecho más que cebarse con las capas más desprotegidas de la sociedad, aumentando los precios de los alimentos e incrementando los costes de la vivienda. Tener estudios universitarios, trabajar y vivir en un país económicamente boyante ya no garantía de llegar a fin de mes y cada vez son más las personas en riesgo de exclusión social.
Solo hay una conclusión: si los pobres siguen siendo igual de pobres, es que los ricos cada vez son más ricos. La desigualdad económica se acrecienta y la estabilidad social está en riesgo. Buena parte del auge de los populismos que amenazan las democracias, se explican por esto.
Por otro lado, las empresas tecnológicas, espoleadas por las capacidades de la inteligencia artificial, comienzan a entrar en una fase en la que no necesitan a los ciudadanos ni como empleados de sus fábricas, ni como consumidores de sus productos.
Cada vez necesitan menos empleados para facturar más: En 1965, General Motors tenía 735.000 trabajadores y un valor en bolsa de 225.150 millones. Hoy, Google tiene 139.000 empleados y un valor de 575.000 millones. Facebook tiene 75.000 empleados y un valor de 800.000 millones.
Tampoco nos necesitan como clientes. Hace ya muchos años que nos acostumbramos a usar productos de Google o Facebook sin pagar nada a cambio. Estas dos poderosas empresas, que representan el paradigma del capitalismo de vigilancia, no necesitan nuestro dinero, pero ganan millones observando nuestros hábitos y prediciendo nuestro comportamiento. No somos sus clientes, somos la materia prima de sus centros de proceso de datos.
Si no se ponen los medios, la conjunción de ambos factores: desigualdad económica y capitalismo de vigilancia, irá generando una espiral de empobrecimiento de la sociedad, minará progresivamente el principio de reciprocidad entre los mercados y los ciudadanos y favorecerá el paso de la democracia a su versión degenerada: el populismo.
El problema empieza a ser acuciante. Ya observamos como el auge del populismo, a izquierda y derecha del espectro ideológico comienza a amenazar tanto a países en desarrollo como Hungría, Polonia, Brasil o Venezuela, como a democracias estables, desde Gran Bretaña a Estados Unidos.
Y para colmo los populistas, además, suelen ser negacionistas del otro gran problema que acecha a nuestra civilización: el cambio climático, calentamiento global o reto ambiental. Si ya los gobiernos democráticos de sociedades inclusivas están teniendo problemas para solucionarlo, no quiero imaginar como enfocarán esto los gobiernos populistas.
Demasiados nubarrones en el horizonte. Y eso que yo soy de los optimistas.
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