

Beatriz cabrera portillo
Jueves, 31 de diciembre 2020, 03:45
2020 pone la guinda final al pastel con la aprobación de la polémica Ley Celaá o LOMLOE. Con ella se viene a confirmar no solo el caleidoscopio de leyes educativas que postergan la esperanza de alcanzar un pacto de gobierno por la educación, sino la obsolescencia programada de las mismas que son el leitmotiv de los gobiernos sean del ala que sean. Esta disposición, que viene gestándose desde antes de la convocatoria de elecciones en 2019, se ha creado a vuelapluma, sin contar con la opinión de aquellos que verdaderamente tienen algo que decir al respecto: los educadores, quienes han gozado, como viene siendo habitual, de orfandad representativa en el tema que nos incumbe.
Este precepto ha venido de la mano de la controversia pues afecta a colegios concertados, a la enseñanza religiosa, a la educación especial, a la promoción con asignaturas pendientes en Bachillerato, vamos, una amalgama de asuntos en los que podremos estar más o menos de acuerdo; sin embargo, hay uno en particular que es de suma relevancia y nos afecta a todos por igual: el aniquilamiento de la condición del español como lengua vehicular en aquellas aulas donde existen lenguas cooficiales. Se trata, pues, de un nuevo gesto de sedición que le da la razón a aquellos que han estado atentando contra la legalidad durante años, otorgándole al español la posición de residual cuando la justicia, paradójicamente la catalana, dictaminaba lo contrario: un aumento de su uso en las aulas. Se pone así un coto al aprendizaje del español en las comunidades 'bilingües', lo cual afecta indudablemente a las clases más desfavorecidas, pues se les priva del estudio de la lengua que puede abrirles paso al mercado laboral. No hay quien se crea que todos esos que menosprecian al español no saquen la chequera para pagar de forma sumergida las academias de español de sus 'nens'.
Como filóloga y también docente, soy palabrófila y literófila, lo cual sin lugar a dudas confiere un afán ilimitado por las lenguas, tengan el estatus que tengan. Sin embargo, esta nueva medida adoptada por el Gobierno no es otra cosa que una vindicación a la lengua española, porque lejos de mi romanticismo filológico, se trata de una institución que lleva siglos en funcionamiento y que, además ocupa el segundo puesto por número de hablantes nativos a nivel mundial, tras el chino. Soy entusiasta de las lenguas desde que tengo uso de razón, lo mismo me despierta interés el sonido extravagante del inglés que la melosidad del gallego o la potencia de A Fala en Gata porque el mestizaje de lenguas es un sinónimo de enjundia, de abrirse al mundo, y por supuesto, un instrumento de unión y no de separación. ¿Desde cuándo usar una lengua menos suma? Aquí fallan las cuentas porque desde siempre nos contaron que 1 más 1 son 2 y no 1. ¿Acaso hemos de revivir un segundo capítulo de la Torre de Babel donde, como resultado de la ira de las fuerzas divinas al ser desafiadas, se imponga como castigo y no premio el hablar lenguas distintas y estar condenados a no entendernos nunca?
No estamos hablando de un pulso entre lenguas oficiales y cooficiales en el que se tenga que dotar de mayor proyección a las cooficiales dada la presunta larga sombra de marginalidad que han arrastrado durante años, como intentan vender los tenderos del hemiciclo. El tema que nos ocupa es más serio: es el engaño del trilero (nada por aquí, nada por allá) pues estamos debatiendo sobre una medida que es un claro reflejo de aquello en lo que se han convertido la educación y las lenguas, en un mercadeo. Discutimos acerca del repliegue de una corbata y un moño ante el tripartito independentista a cambio de votos que ayuden a sumar y así conseguir la aprobación de los PGE y por antonomasia, dilatar los desfiles en la pasarela de Moncloa mientras se desabrochan la americana. Es un claro pacto fáustico, en el que uno vende su alma al diablo con tal de obtener rédito político. Los ideales, si eso, los dejamos para luego.
Sin lugar a dudas, es un nuevo ejemplo más de la ineptocracia. En este caso, la lengua paga el peaje del egoísmo de los muñidores asamblearios.
¡Ayyyyy! La lengua, cosas de política y tal…
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