Abrí la puerta, y le dejé entrar. A pesar de las grietas del pasado, de las caídas sin piedad, de las hirientes cicatrices que en ... algún momento de mi vivir me llenaron el corazón de lágrimas y escozor; a pesar de los versos de Wilde que sentencian que «cada hombre mata lo que ama», estaba dispuesta a mirar hacia adelante. En aquel instante, olvidé cada una de las punzantes espinas que habían desgarrado mi piel. La casa olía a violetas recién cortadas del jardín. La lluvia, afuera, estaba a punto de reiniciar su discurso. Las nubes eran densas y grisáceas. La tierra estaba sedienta. Yo también.
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Adiviné su timidez en el saludo de sus ojos oscuros, éstos me recordaban a la miel del castaño que recolectaba, hace ya tres décadas, la abuela Sophia. Mi corazón, tierno, temblaba más de lo que hubiese querido. Y le saludé con templanza y calidez. Mis labios dibujaron un fino arco ascendente. Los suyos también. Nuestras neuronas espejo estaban siendo sincronizadas. Era una buena señal. Todo iba bien. Comprendí que ya no había escapatoria, todo era, al fin, ahora. Aquel momento, tan deseado, estaba floreciendo. La luna llena oculta entre las nubes empoderadas de presagios nos entregaba los mirtos que corona a los amantes.
Suspiré. Fue un acto automático, accidental. Mi corazón bailaba una melodía un tanto acelerada. Durante aquellos ponderables segundos temí que pudiera salirse de la pista de baile. Y allí estaba él. La paciencia sembrada en el tiempo había germinado. Nuestra frecuencia, al fin, se unificó aquel día. Ambos, estábamos preparados para embriagarnos, sin estereotipos, del lirismo erótico. Yo siempre lo estuve. De hecho siempre he sabido, desde que era una adolescente de quince años luchando contra viento y marea con las pulsiones desbordadas de la pubescencia, que aquel momento algún día habría de llegar. Y llegó.
El día anterior decidimos quedar aquella tarde para pasear por el bosque. Pero el tiempo lo impedía. La cellisca con que amaneció la mañana abortó el paseo natural. A última hora cambié el plan por una cena relajada en casa. A mal tiempo, buena cara. Leí sin dificultad el nerviosismo tímido en su rostro. Debía intentar que se relajara. Me acerqué más a él, me puse de puntillas, y le di un casto beso en los labios. Me aparté. Y ambos sonreímos. Olía a jazmín, y a verdad.
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Le pregunté, algo acalorada si tenía hambre, pues la cena estaba preparada, o si prefería dejarla para después, invertir el orden de los elementos. Mi invitado, se quedó pensativo, mirándome con voluptuosidad a los ojos, sin saber muy bien qué decir, y temblando como un cervatillo indefenso. Balbuceó unas ligeras palabras ilegibles. En aquel momento supe que aquel discreto caballero no iba a ser capaz de digerir ni un solo bocado. Le cogí de la mano con suavidad, y le dije: «Ven».
La habitación estaba perfectamente ordenada. La temperatura era cálida, y el ambiente acogedor; la chimenea llevaba todo el día encendida. Afuera, el invierno se apoderaba de los escuálidos transeúntes, cansados de la sobrecarga autoagresiva por producir la nada a costa de su escaso tiempo. «El narcisismo y el egoísmo los radicalizan», dirá Byung-Chul Han; el hombre desenfocado de esta nuestra «sociedad paliativa», «se inflige violencia así mismo» por carecer de sentido vital. Los pensamientos críticos fueron quedándose poco a poco atrás. Era el tiempo de la desnudez, de las emociones, de los sentimientos, de las caricias… Encendí una espigada vela blanca, y apagué la luz artificial del dormitorio.
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¿Amante o amada? ¿Amado o amante? Aún era pronto para saber qué papel nos tocaría representar a cada uno en aquella extraña conjunción. Conocedora yo, gracias a los asistentes al banquete de Platón, que «el amante es algo más divino que el amado, pues está poseído de la divinidad», quise aunar ambas figuras para dar luz a un amor andrógino y puro. Sintiéndome Diotima, la maestra del Amor, le miré fijamente a los ojos. Eran perfectos, nadando en una timidez de turbios apetitos. Le deseaba. Mucho. Hacía demasiados meses que mis caricias llevaban su nombre. Ambos lo sabíamos. Sabíamos que en la penumbra de la soledad, nuestros aullidos eran recíprocos. Lo sentíamos. El clímax del gozo, aún en la distancia, había sido esplendoroso.
La ropa, en pocos segundos, quedó tendida a nuestros pies. La belleza de su cuerpo erizó mi piel de orquídeas tempranas. Aquel hombre de mediana edad estaba a punto de acabar con la aspereza doliente que habitaba en mi epidermis. Durante unos pocos segundos, se quedó quieto, observándome. Como si aquella imagen que le devolvía su propio espejo fuera un milagro o, quizás, un enigma sagrado. No sé que debió pasar por su mente al contemplarme por primera vez desnuda, ya sin máscaras ni artificios. Llena de arte floral. Su desnudez era bella. Perfecta. Vigorosa. Llena del esplendor del sol. Ambos quisimos deleitarnos en la contemplación de la esencia corpórea.
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Nuestros labios comenzaron a coger fuerzas. El deseo, al fin, se encarnó. Los preludios acabaron con la reprimida aflicción de los últimos meses. Las caricias, las travesuras, el delirio irremediable de la pasión, dio paso a la golosa ópera del acto del amor. Aquellos sonidos guturales, aquellos besos y movimientos sobresaltados de nuestros húmedos cuerpos deshojaron, sin remilgos, la excitación ígnea; el delirio se hizo penetrante. La lluvia, que fue cómplice de aquel fuego, comenzó a golpear fuertemente los cristales de la ventana. La bendición era con nosotros. La fuente del erotismo estaba abierta. Y nosotros, siendo uno, comenzamos a abrasarnos.
Es a su alma a quien quería conocer. Pues, «es hombre vil», dirá Platón, «aquel enamorado vulgar que ama más el cuerpo que el alma». Comprometida con el amor celeste, el que engendra Urania, y no con el amor vulgar que se nutre de la inconstancia del cuerpo, me entregué a él con total plenitud. Por suerte, fui correspondida en todos los anhelos que coseché durante aquellos minutos donde ambos nos abandonamos al instinto sexual primigenio.
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Minutos después, tras el culmen orgásmico, nuestros cuerpos, derrotados por la lucha incesante de los incisivos, de las lenguas, de las manos y caderas, tuvieron la necesidad del descanso momentáneo. Debo reconocer que aquella «hazaña» fue mejor de lo que había imaginado durante aquellas noches de excitada fantasía. Fue real, y sincero. Mi compañero, sin pretenderlo, se quedó dormido y en paz, deambulando en la fragilidad del silencio que corona el acto más sagrado. Su cuerpo desnudo era perfecto. Sus piernas fuertes y largas. Su torso griego, esculpido por el hedonismo físico. Su pelo, firme y abundante, apenas dejaba entrever algunas nieves del tiempo. Su respiración, templada, reflejaba la satisfacción por el deber cumplido. Sobre mi cama yacían las cenizas de Eros.
No quise mancillar su sueño, permanecí a su lado, contemplando el misterio que habita en el consuelo del gozo. Descubriendo lunares insospechados, el vello repartido por las diferentes concavidades de su piel parda, su relajado falo, y la sincronía de sus latidos. Conociendo su aroma, en definitiva, romantizando a aquel hombre, ya menos desconocido, a quien en silencio anhelaba desde hacía demasiado tiempo.
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La noche se detuvo. La impetuosa lluvia adornaba la escena. Él, seguía plácidamente dormido, junto a la dama de la onirocrisia. Cuando el estudio de su hermosa anatomía llegó a su fin, alargué el brazo y cogí el libro de la mesilla de noche que estaba sobre el tablero de ajedrez. Me puse a leer para olvidar los delirios entregados a los fantasmas del tiempo. El compás de su respiración tranquilizaba a mis pensamientos intrusivos.
A los cinco minutos, él despertó por el fuerte sonido de la tormenta eléctrica que yacía sobre nosotros. Se quedó mirándome, sin decir ni una sola palabra, abotargado por el arcano que le había traído hasta allí. Después, me preguntó con la felicidad borboteando en sus pupilas qué era lo que estaba leyendo tan abstraída: «Intento descifrar la profundidad de la prosa kantiana para entender la «libertad trascendental», le dije sin parpadear. Y comenzó a reírse, ya relajado, con la misma profundidad con la que me acababa de poseer. Sin entender un atisbo de mi universo, me dijo: «Mira que te gustan los libros», mientras abarcaba mi cuerpo con sus largos brazos en movimiento. Le miré serenamente a los ojos, mientras le sonreía con astucia, le mostraba las cuantiosas bendiciones que poseemos los ángeles caídos. Y le dije sin vacilación aquellas dichosas palabras que Doña Emilia Pardo Bazán escribiera en una erótica carta de amor a su amado, Benito Pérez Galdós: «Tienes la gracia del mundo, y me gustas más que ningún libro».
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