

Laura Casado Porras
Viernes, 28 de julio 2023, 07:51
Se extiende en el crepúsculo una delicada caricia. Se encuentra perdida, huérfana de un resplandor verdadero se resbala en la inercia de los días sin aliento. Todo cabe en un suspiro, todo menos la impostura. Toda mentira se embota de sí misma y desfallece en el intento de querer llegar a ser algo que no sea falsedad. Nada hay más complejo que la condición humana. Nada más vulnerable. La vida es ese espacio intersubjetivo que admite infinitas interpretaciones, mas una sola mirada es la que debería definir nuestros actos: la propia. Ser (persona) nos exige adaptarnos a la circunstancia sociohistórica en la que estamos injertados y en la cual nuestros comportamientos y hábitos encuentran su fundamentación última. Para llegar a ser son necesarias la autenticidad y la valentía.
Una noche cualquiera de verano, después de volver a visionar la película de Personas de Bergman, encuentro nuevas directrices a esta obra que lejos de ser un sistema cerrado, como la inercia de los pensamientos agrestes, tiene un final, un fin que permanece siempre vivo y abierto, como la propia vida; navegando entre un oleaje bravo dispuesto a avasallar con fiereza al indómito cobarde que se esconde detrás de la sentencia de los demás. El arte como la vida verdadera tiene esa capacidad efervescente de emanar desde su génesis inabarcables interpretaciones como tan solo el símbolo y las emociones pueden hacerlo. Lo demás no llena; solo es un obsesivo vacío. Miedo a lo desconocido, aturdimiento y gotas de absurda perplejidad. Toda duda desaparece al aceptar que nos dirigimos al mismo lugar de donde salimos, pero más evolucionados, mucho más certeros ya, en las saetas lanzadas a la vida.
La vida palpita en la cultura. La cultura es el resplandor de la humanidad. Su principio. La cultura no admite censuras ni verdades a medias porque sería falsear la realidad sintiente de toda la humanidad. Las personas como el arte pueden y deben ser interpretadas más allá de su círculo eco ambiental; a ambas no es posible describirlas porque son indescriptibles. Se nutren de sus infinitas posibilidades y en ellas se acrecienta su gracia y su destino, sin detracciones y siempre en libertad. En ese actualizar diario que la vida nos exige, en ese lento y sereno palpitar compuesto de horas con y sin lucidez, y muchas espinas, nos vamos redefiniendo según nuestro nivel sociocultural y según la medida de nuestra justicia. La variable justicia, el quiz de la cuestión, suele olvidarse en la difícil ecuación emocional. Se nos olvida siempre que solo somos emoción. Que la emoción nunca puede dejar de ser verdad. Cuando intentamos esconder nuestras emociones, perdemos la salud y nuestro sentido vital.
Actuamos de manera diferentes en nuestros círculos sociales que en nuestra vida privada. Hay una lucha inexorable que no consigue cesar con el canto del primer gallo que despunta en la mañana rosácea. Esta ardua contienda necesita crear diferentes yoes para que podamos salvarnos a nosotros mismos. En esa embestida, la lucha economiza el pulso de su intransferible misterio construyendo un relato de corte idealizado sobre quienes anhelamos ser. Tiempo después, lo intentamos defender ante todos, y por ello nos hipotecamos de mentiras y de enfermedades, para alcanzar mediatamente el estilo de vida que proyectamos y que deseamos, pero no es el que necesitamos. Aunque solo sea un fatal espejismo, puede sentenciar nuestra vida en la dirección opuesta a la que deberíamos hacerlo. En sentido contrario a nuestra voluntad. Luego, tras el telón de acero, esto es, tras las máscaras y sus apoplejías sociales, está latente ese otro yo imposible de manipular: el yo preciso que nos delata, que reverbera en el interior, como si de una costra anexionada a las células se tratara, que solo se conoce así mismo en el rumiar constante y en las acciones más íntimas y personales. Es difícil armonizar ambos yoes en uno solo porque la sociedad en su juego de tabúes y represiones nos obliga a impostar una personalidad artificial, borreguil si se prefiere, que deviene y se transforma con los tiempos. Mucho más complicado es armonizar con las vicisitudes y relatos de los otros (yoes). Como decía Sartre; «L'enfer, c'est les autres». El infierno son los otros. En los otros nos reflejamos para llegar a conocernos.
He visto, en el trasiego de la vida, cómo algunas personas son capaces de beber la energía de los demás; me he regocijado solo con aquellas que son habilidosas para revitalizar y sanar el alma y la sonrisa de quienes aman. Quizá, son los menos, pero ahí están, siempre atentos al auxilio humano. El éxito de cualquier designio que queramos acometer en la vida dependerá del tipo de personas de las que nos rodeamos. Nuestra propia energía atrae aquello que somos. Con el tiempo y la experiencia expulsamos la toxicidad y la falsedad, solo si lo hemos expulsado de nosotros mismos. En definitiva, nos alejamos de todo aquello que se encuentra en disonancia con nosotros. Entender las sombras de los demás hace sanar las nuestras.
Los prototipos ideales que los mercados proyectan en la sociedad consiguen desnaturalizar cualquier esencia. Son capaces de fabricar personas con los ojos nublados; por todas partes hay nubes que eclipsan a personas. Vidas sin rumbos, rumbos desorientados, también algunos rumbos bien enfocados acostumbrándose a ser aves de pasos eternas. Pedes in terra ad sivera visus. Las circunstancias sociales no registran de forma palmaria la conexión de las verdades: la última urdimbre tejida por el misterio redefine su juego en la última casilla. A los impíos de corazón, las campanas les resuenan en sus oídos de manera inarmónica porque nunca podrán vislumbrar la clave en la que está sellada el compás de la vida. Personas sin fe, sin rostro, ni timón. Ese es el precio de nuestra época. La fe en nuestra era pide auxilio. Sobrevive a duras penas en la irracionalidad del ruido. ¿Qué nos queda si hemos perdido hasta la fe de la que estamos tejidos?
El sonido del mar me arrastra hacia una realidad libre de mácula, libre de opiniones, estadísticas y crucifixiones. Jugar con las olas es desplazarse hasta el infinito, embriagarse de ellas es percibir el olor de lo eterno, de lo que siempre será, aun cuando nosotros ya no estemos. Saborear el salitre, alimentarse con él para huir de la basta mundanidad es el acto heroico más noble al que podemos hacer frente. Alejarse del frío crepitar de los tiempos. Ser silencio perenne para escuchar el lamento de la pureza. Entrar en comunión con ella es entender la conexión de la vida Una.
La luna, mientras el mundo ruge y va muriendo de inanición emocional, ilumina a todas las personas y a todos los destinos. A todas las flores. A todas las montañas. A todos los ríos. A todos los credos. A todos los sueños. Pero ¿a quién ilumina la cara oculta de la Luna?
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