
laura casado porras
Miércoles, 4 de enero 2023, 08:15
De las cuatro estaciones que dan vida al año es durante el invierno cuando se procede a abrir el cofre de la melancolía. Se quiera o no el frío y solitario diciembre se encarga de encender el candil de la memoria, e iluminada la transitoria levedad, el resto del año comienza a resonar como una abrupta quijada atrapada en el fondo de la hiel. La mentira desfallece en el último mes del año desenmascarando a los pasos dados, a las palabras pronunciadas, desvelando hasta al silencio y a las acciones no iniciadas que la geografía de la conciencia nos recuerda de forma matemática; impronta ésta indeleble en nuestra alma.
Se podría dejar pasar toda la vida contenida en un manojo de suspiros delatores, pero en algún momento habrá que encargarse de aquello que nos pertenece, dando patadas a las piedras que nos entorpecen o saltando por encima de ellas, como se prefiera. Tras la bofetada del tiempo, la verdad, señora nuestra, abofetea más fuerte cuanto más se vive de espalda a ella. Diciembre nos avisa, y quien avisa no puede pasar por traidor.
El adiós, ¡todo un arte!, nunca es contingente. Sin finales, no hay comienzos, y sin verdades no hay sentido. Solo humo crujiendo, sosteniendo la infausta insustancialidad de lo caduco, de lo efímero, de lo superfluo. ¡Diciembre!, sabio y embaucador, alinea las lágrimas para encontrar la razón una de la cual han emanado. Hay que decir adiós, y no mirar atrás, aprender a ser valientes; lanzarse de pleno al frente, sin temeridad, sin cauciones no selladas en el corazón. Estar atentos porque cualquier mal paso nos sentencia a transitar por la corriente de la desdicha y nos obliga a ser desleal para con nosotros mismos.
Después de que la rosa desvanezca rota en su belleza, nada se sostiene por demasiado tiempo. En su compleja y pálida encrucijada, los aullidos del tiempo devoran con sus prisas a todo aquello que se oponga a su tránsito. ¡Ayer! ¡queda tan lejos el ayer! que apenas es posible acordarse de cuándo aprendimos a nadar en el jardín de los sueños nómadas. Después la misericordia nos abandonó e iniciamos una nueva vereda cegados aún por el viento y la nieve del último invierno. ¡Queda tan difuminado el ayer! Vivir arrastrados por los recuerdos no es una opción, vivir afianzados en el cambio es la única posibilidad que otorga libertad al corazón. La huida del pasado es el primer paso hacia el futuro.
Huir hacia adelante no es cobardía. Es sophía. Huir para abandonar la tormenta de la desidia; de la carencia de la timidez o de la exactitud del tormento laxo que nos arrastra es sencillamente crecer. Deberíamos obligarnos a huir de comportamientos tóxicos, de trincheras podridas, de palabras sin sentimientos acunados en el corazón. Huir, huir de un mal amigo, de un pésimo amante, huir de la intolerancia, de la vanidad, de la abundancia superflua que dirige los mercados, del narcisismo envolvente de la sociedad, de la tiranía del pensamiento único, huir de la maldad, de la malversación política, de la ignorancia, de la violación de los derechos humanos, del crepúsculo de la esperanza. Huir, huir de un mal sueño y de una pésima experiencia. Huir de uno mismo cuando el temblor engendra bosques con sendas inhumanas es comenzar a tomarse en serio la vida y a uno mismo.
Nunca retroceder al cenit de la falsedad ni al interés de los tiempos; habitar en el espíritu de la profundidad, asir lo eterno de la más bella de las melodías que resulta ser la vida, canción única e imperecedera que nos sobrevivirá. Entregarse al canto de las estrellas, aullar con la luna, auxiliar a la aurora cada despertar, caminar de su brazo y huir, huir siempre de los enemigos del bien. No salir nunca al encuentro de la violencia, ni darle voz al manipulador. Huir, huir de la incongruencia hecha acción, de la acción no sostenible, del interés sin medida y de la medida sin virtud.
Huir de los falsos estereotipos que amarran la libertad, de los prejuicios, de las facciones, de los dolores de cabeza, huir de las prohibiciones, de los argumentos unidireccionales, de los regímenes que prohíben la educación a las mujeres, de los pañuelos que constriñen la autonomía de las damas, de la regresión medieval que amparan las cobardes ejecuciones en público de inocentes almas en el siglo XXI. Huir de una sanidad precaria que adormece, lastima y mata, abrazar una sanidad pública y eficiente. Huir de la educación diseñada como modelo de negocio rentable. Huir siempre huir de los cobardes que no huyen y se afianzan en el silencio que otorga impunidad a los tiranos.
Y mientras se huye de las injusticias y de la falsedad por el camino de los lirios del valle y las violetas llenas de gozo estar siempre atento para pararse en la estación que nos pertenece, la de los valores, la de la justicia, la de la verdad, la de la solidaridad y la empatía; la de las estrellas. Pararse en frente del amor y decir yo soy contigo, siempre. Solo contigo. Y comenzar a construir la eternidad, el círculo de la regeneración universal; una constelación de átomos de posibilidad providencial, una nueva Aurora en la que valga la pena despertarse cada vez que cante el gallo y la cigüeña inicie el vuelo más allá de lo posible.
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