

Francisco Mateos
Viernes, 30 de junio 2023, 08:08
Llega un momento en la vida, normalmente cuando pasas de los 50, en el que empiezas a reflexionar sobre cuál será el recuerdo que dejarás tras de ti cuando hayas abandonado este mundo. Todos deseamos ser recordados con afecto por nuestra familia, amigos y compañeros de trabajo.
Aunque no lo parezca cuando vemos las noticias, el mundo está lleno de buenas personas que se comportan con amabilidad con sus compañeros, tratan con afecto a sus amigos, aman y protegen a su familia, así es que creo que la mayoría de la gente lo conseguirá.
Reconozco que a veces es difícil darse cuenta, pero en realidad todas esas personas que copan las noticias con historias espantosas de corrupción, robos, maltratos o asesinatos, son solo una minoría. No obstante, eso es lo que vende. Es lo que nos indigna y es lo que capta nuestra atención. Los medios los saben y lo utilizan.
Sin embargo, ya sea por méritos propios o ajenos, un reducido número de individuos conseguirá traspasar la memoria de ese reducido grupo de personas cercanas, para ser recordado por una buena parte de la humanidad. Es lo que se llama pasar a la posteridad.
Hasta el siglo XV las personas que pasaban a la posteridad eran monarcas, militares o religiosos. En el XVI, gracias al Renacimiento, se incorporaron a la lista los artistas y los exploradores. Quizás algún mercader. En el XVIII, con la Revolución Industrial, podemos añadir a científicos, políticos y pensadores. Y ya a partir del siglo XIX, con el auge del capitalismo y los inicios de la globalización, llega el turno de los millonarios.
Ahora ya se puede pasar a la posteridad, no por ser un famoso artista, un intrépido explorador, un reputado pensador o un insigne científico, simplemente por tener mucho dinero.
En realidad, da un poco igual como lo hayas conseguido. Puedes haber sido un gran empresario, un famoso deportista o simplemente haberlo heredado de tus padres millonarios. Sea cual sea el origen de su fortuna, muchos millonarios pasan a la posteridad simplemente por serlo.
No todos desean ser famosos, la mayoría de milmillonarios quieren pasar desapercibidos y su rutina diaria consiste en disfrutar de su dinero, reunirse con sus asesores para incrementar su patrimonio y evitar pagar impuestos. A un gran número de ellos le traen al fresco las condiciones del resto de ciudadanos que, de una forma u otra, colaboran a incrementar su riqueza.
También hay una minoría que conscientes de la creciente desigualdad y de los graves problemas sociales y medioambientales que amenazan a nuestra sociedad, han dedicado parte de sus fortunas a la filantropía. Warren Buffet ha prometido donar el 99% de su fortuna tras su muerte y Bill Gates donó el año pasado 20.000 millones de dólares a diferentes causas humanitarias. En nuestro país tenemos el ejemplo de Amancio Ortega, quién a través de su fundación ha donado decenas de millones de Euros a diversas causas benéficas.
Entre los que desean conseguir fama y notoriedad, últimamente se han puesto de moda carísimas actividades como ascender al Everest en helicóptero, lanzarse en cohete para llegar al espacio o sumergirse en las profundidades del océano para admirar famosos barcos hundidos. Actividades, algunas de ellas, con trágicos desenlaces como hemos podido comprobar recientemente.
Pero de entre los millonarios responsables con la sociedad, destaca el caso del norteamericano Douglas Tompkins, el antiguo dueño de las empresas textiles The North Face y ESPRIT, que a finales de los años 80 vendió sus empresas, se marchó a vivir a una cabaña en la Patagonia y se dedicó a comprar terrenos para preservar su biodiversidad y reintroducir especies en extinción.
Millonario excéntrico, le llamaban. Algo paradójico. La mayoría de nosotros consumimos recursos naturales como si fuesen infinitos y contaminamos este planeta como si tuviéramos otro al que escapar. Pero si una persona dedica todo su dinero a comprar terrenos para convertirlos en santuarios ecológicos y regalarlos para crear parques naturales, resulta que el excéntrico es él.
Joaquín Sabina, en su canción 'La del pirata cojo', relataba con sus geniales versos las otras vidas que le hubiese gustado vivir: mercader en Damasco, banderillero en Cádiz, pintor en Montparnasse … Si hubiese conocido a Douglas Tompkins estoy seguro de que a esa lista hubiese añadido: surfista en California, escalador en Yosemite, esquiador en los Andes, millonario en Los Ángeles y ecologista en La Patagonia. Tompkins fue todo eso. Y más.
En Chile fue acusado de ecoterrorista, de magnate ávido de tierras y de conspirador. Muchos pensaban que intentaba hacerse con los recursos naturales de un país para luego extorsionar a sus autoridades. Sin embargo, invirtió todos sus recursos en construir un entramado de organizaciones para la conservación de la naturaleza que continuó tras su muerte.
Además del turismo espacial, otra moda entre los milmillonarios consiste en construirse carísimos búnkeres aislados y armados para cuando la civilización colapse. Así podrán seguir disfrutando de su riqueza unos meses más sin preocuparse de los intrusos. Tompkins tuvo dinero y terreno para haber hecho lo mismo, pero decidió apostar por una vía mucho más inteligente: la colaboración con la naturaleza, la sostenibilidad medioambiental.
En lugar de invertir su fortuna para proteger únicamente a su familia, decidió algo mucho más ambicioso, más responsable, más inteligente: poner a salvo a la naturaleza.
Tompkins no murió encerrado en su bunker preparacionista. Tampoco falleció subiendo al Everest en helicóptero, ni en un accidente espacial, ni en un submarino visitando el Titanic. Ni siquiera estrellado en su avión privado. Murió en 2015, a los 72 años de edad. Un accidente de kayak en uno de los lagos más bellos el mundo, cuyo entorno ayudó a proteger. Muy cerca de su casa. En su querida Patagonia.
Su legado sigue vivo y en 2018 su organización llegó a un acuerdo con el Estado de Chile, para la creación del Parque Pumalín. Uno de los santuarios naturales más grande del mundo, con una extensión de 324.000 hectáreas que, añadidas a las 150.000 hectáreas cedidas a Argentina para el parque natural de Los Esteros del Iberá, totalizan una superficie 25 veces superior al tamaño del Parque Natural de Monfragüe.
Un tipo del que seguramente habremos oído poco, pero que merece ser recordado mucho más allá de su círculo de familiares y amigos por su desapego a los placeres terrenales que otorgan el dinero y el poder.
Un hombre que ha dejado una huella imborrable de su paso por el mundo, por su amor a la naturaleza y por su preocupación por el futuro de una humanidad que a veces parece un tren sin control que se dirige a un precipicio.
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