Francisco Mateos
Jueves, 9 de mayo 2024, 09:41
'La hoguera de las vanidades' es una famosa novela de 1987 en la que su autor, el famoso periodista Tom Wolfe, retrata con sarcasmo e ironía la falsedad e hipocresía de la próspera sociedad neoyorkina de los '80.
El título de la novela hace ... referencia a la quema de objetos considerados pecaminosos por las autoridades eclesiásticas, que se popularizó en la Italia renacentista durante el siglo XV. En dichas hogueras llegaban a quemarse miles de objetos calificados como vanidosos, como espejos, maquillaje, trajes refinados e incluso instrumentos musicales, obras de arte y libros considerados inmorales.
En la novela, Sherman McCoy es un exitoso agente de bolsa que tras recoger a su amante en el aeropuerto, atropella accidentalmente a un joven negro en el Bronx. Este incidente es el punto de partida de una espiral de mentiras e intereses creados en la que se ven involucrados políticos, fiscales, abogados y periodistas, que ponen al borde del precipicio la acomodada vida de Sherman.
La película, llevada al cine por Brian de Palma en 1990 y protagonizada por Tom Hanks, Melanie Griffith y Bruce Willis, es bastante fiel a una novela que describe sin miramientos a millonarios sin escrúpulos, políticos charlatanes, fiscales arribistas y periodistas embusteros que forman una sociedad enferma en la que todos miran por su propio interés y nadie se preocupa por la justicia o el interés común.
¿Les suena el argumento? A mí también. Si no fuera porque ya está escrita la novela, algún avispado escritor solo necesitaría estar atento a los titulares de prensa para componer una historia parecida en la que retratar a la sociedad española actual.
En toda la historia solo hay un personaje, el juez (Morgan Freeman), que aporta un poco de sensatez, prudencia y cordura en toda la desquiciada situación. Como alguien dijo el otro día en el Congreso, yo también sigo confiando en la justicia de mi país, aunque lamentablemente, a veces parece que, en la situación actual, podemos estar perdiendo hasta ese referente.
«Tenemos a los peores políticos de nuestra historia», me comentó un amigo el otro día. Casi todo el mundo podría estar de acuerdo hoy con esa afirmación, sin embargo, sería bueno relativizar un poco y ampliar la mirada. Si profundizamos un poco en la historia contemporánea de España, comprobaremos que, aunque la situación actual es preocupante, cualquiera que haya leído los Episodios Nacionales de Galdós sabe perfectamente que hemos pasado por épocas peores. Y eso que Galdós no conoció la Guerra Civil.
Echar la culpa a los políticos es un recurso muy habitual, y desde luego tienen una gran parte de responsabilidad, pero a veces olvidamos que los políticos no son extraterrestres que por designación divina ocupan cargos en nuestra sociedad. Los políticos son nuestros hermanos, esposas, hijos, cuñados. O nosotros mismos en un momento dado.
Cuando no le echamos la culpa a los políticos, se la echamos a los partidos. Es cierto que los partidos podrían mejorar su funcionamiento, perfeccionando su democracia interna e incrementado su transparencia, pero no podemos olvidar que el sistema de partidos es el que mejor representa a los ciudadanos y que la alternativa a ellos, la dictadura como sistema de organización política, al no tener que rendir cuentas ante los ciudadanos, es mucho más susceptible de convertirse en un sistema corrupto e inhumano para el conjunto de la sociedad.
El conjunto de la sociedad. Ese es un concepto sobre el que reflexionar. Quizás en nuestro contexto, en nuestra propia hoguera de las vanidades en la que rápidamente echamos al fuego nuestras propias responsabilidades, como si fueran objetos pecaminosos, a lo mejor resulta que la situación actual no es culpa de los millonarios sin escrúpulos, de los políticos charlatanes, de los fiscales arribistas o de los periodistas embusteros. Aunque no todos tengamos el mismo nivel de responsabilidad, seguramente las culpas estén muy repartidas.
Quizás todos deberíamos recapacitar, intentar ser más críticos con todas las informaciones que nos bombardean, dejar de pensar que la nuestra es la única razón válida, procurar ser más empáticos, bajar el nivel de crispación al que nos abocan las burbujas de opinión de las redes sociales, dejar de echar más leña al fuego y pensar un poco más en el bien común y menos en que la razón está siempre de nuestra parte.
Al famoso matemático británico Bertrand Russel, le preguntaron una vez si moriría por sus ideas. «De ninguna de las maneras», -respondió-. «Al fin y al cabo, puedo estar equivocado». Otra frase sobre la que reflexionar.
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