Laura Casado Porras
Reflexiones desde la ventana

H2O

«El ruido, como siempre, disfraza lo urgente, mata al impulso vital y a todas nuestras ilusiones»

laura casado porras

Viernes, 13 de agosto 2021, 10:03

Dice la biología que nuestras células están llenas de agua: entre el setenta y el ochenta por ciento de la célula es agua. La tierra, nuestro planeta azul, nuestra casa, nuestro verdadero hogar; nuestra patria, está formado por un setenta por ciento de agua. Somos agua; es indudable. Nuestra circunstancia pasa por sabernos que somos agua y que necesitamos de ella para llegar a mañana. Gracias al agua la vida es posible; el agua es vida, la vida no es sin el agua. Ambas se necesitan y se retroalimentan. Para Tales de Mileto el arjé (ἀρχή) primigenio que dio origen al mundo fue el agua. Las plantas de mi balcón, las del jardín botánico o las violetas de Toulouse viven y ríen gracias al agua. Cualquier persona en un estado total de inanición morirá antes por no ingerir agua que por faltarle el alimento. No conozco elixir de la juventud más poderoso que el agua; sin agua no habría generaciones futuras, ni leyendas de unicornios, ni turistas acaudalados pululando por la estratosfera.

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La escasez e insalubridad del agua son la causa de las migraciones forzosas en muchos países. Mientras yo solo tengo que encender un grifo para acceder al agua y utilizarla según mi libero arbitrio, millones de personas vulnerables tienen que caminar kilómetros para su abastecimiento diario. Mientras, nosotros, afortunados aún, consumimos toneladas de botellas de agua, a la par que construimos toneladas de montañas con botellas vacías: el daño es doblemente ominoso. El déficit de este elemento genera conflictos y guerras. El estrés hídrico se produce cuando hay más demanda que disponibilidad; menor calidad que cantidad. El agua ya cotiza en Wall Street; el dato es real y terrorífico. El agua es más poderosa que el oro, y lo saben.

Las Naciones Unidas en Julio del 2010 reconocía el derecho de toda persona al agua. El agua debe de cumplir una serie de requisitos: ser suficiente, saludable, aceptable, asequible y fácilmente accesible. Esto, a priori, suena muy claro y muy sencillo, pero una cosa es la teoría y otra, muy distinta y bastante más compleja, la práctica. El agua y los derechos humanos no se conocen, si acaso en un mundo quimérico que aún no nos es posible vislumbrar. Hay demasiadas instituciones con un fondo falaz, que bien se podrían comparar con un mozalbete con ínfulas de dandy, pero que, si acaso, llega a petimetre; uno, demasiado preocupado con su fachada, otras; con sus letras bien curtidas pero sin ningún pilar ubérrimo y decente en el que fijarse. Sin ninguna clave de bóveda asentado en la práctica efectiva.

Llevamos siglos jugando al ajedrez con los líquidos; nos hemos reconocidos omnipotentes y con la razón suficiente para coronarnos rey en un imperio neoliberal que adolece de recta moral. Hay una trinidad líquida capaz de mover los vientos de cualquier mercado de valores, a saber, la sangre, el petróleo y el esperma. Que cada cual haga sus propias elucubraciones. Ahora, para alcanzar la mónada perfecta, nos falta la pieza de mayor valor: la reina; la antigua alferza: ¡el agua divina! ¡Agüita!

Uno de cada cuatro acuíferos en España está inficionado, esto es, contaminado, corrompido, envenenado. El parque nacional de Doñana, por ejemplo, lleva décadas sufriendo la sobreexplotación de sus acuíferos; las aguas residuales y los fertilizantes utilizados en la agricultura están matando a una de las joyas naturales de España. La basuraleza amenaza a ríos y mares en todo el planeta. Las aguas del Amazonas tienen cantidades muy elevadas de arsénico, aluminio y magnesio. Si nuestro paisano Orellana levantara cabeza asentiría, aturdido y desbastado, con Einstein, que la estupidez humana no tiene límites; ni la indecencia, ni la codicia. Si hemos sido capaces de envenenar las aguas al pulmón del mundo, si hemos destrozado aquello que nos proporciona la vida, entonces estamos hundidos, y no hay perdón ni oración que nos salve.

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El mal estado del agua acarrea enfermedades; más de medio millón de personas mueren al año por el estado adulterado del agua; la escasez incidirá de forma directa sobre las industrias de la alimentación; aumentarán los conflictos y las migraciones; las especies vegetales y animales comenzarán a extinguirse. Sin agua, las risas de los niños y niñas comenzaran a transformarse en un llanto seco y quebradizo; la angustia se hará carne; y la esperanza no danzará más con la Aurora.

¿Hemos condenado al instante a no florecer? Parece que sí. Pero ¿cómo hemos consentido matar lo que nos ha sido entregado por la gracia de la vida? La niebla de nuestros días, demasiado turbia, no nos deja ver el horizonte con claridad; inmersos en la ceguera, nos hallamos atrapados en la maraña fugaz de la satisfacción perecedera, derramamos nuestras energías en el lodo de la vacuidad, creyéndonos exentos de obligaciones.

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Todo se encuentra demasiado bien atado para distraer y perturbar las consciencias. El orden de importancia de las noticias está estructurado según el orden de los intereses mercantiles. Este truco ya es viejo, pero sigue funcionando. ¿Se imaginan un año entero hablando cada día, a todas horas, en los medios, de la importancia de la conservación del agua?; ¿se imaginan hablando, cada día, de la educación medioambiental?, ¿de la importancia del reciclaje?, ¿de consumir y producir solo lo necesario?, ¿de dosificar, conscientemente, nuestro consumo diario de H2O? ¿De comenzar una economía del trueque, necesaria y urgente, que subsane los siglos de producción desmesurada? ¿Se imaginan que los gobiernos tuvieran voluntad verdadera y firme de construir un mundo mejor y no estuvieran cegados por su único dios: el dinero? ¿Se imaginan que las grandes potencias económicas no fueran codiciosas, destructoras e inhumanas y que la educación medioambiental y ética fuera su mayor valor y ejemplo? ¡Qué fantasía más extraordinaria!

En cambio, hemos permitido, con nuestro silencio, que la realidad bursátil devore al mundo y, muchas veces, les hemos acompañado tocando las palmas. Nosotros, que somos, en gran medida, culpables, hemos alimentado también al monstruo. ¿Seguiremos sumergidos en la inercia? o ¿despertaremos de una vez y defenderemos a la vida? La vida no es una entelequia, la vida es un don, un milagro que acontece en cada instante. No podemos permitirnos, como humanidad, que nuestras sombras sean más fuertes que nuestro amor. Hay que romper las cadenas de la mediocridad, de la apatía, de la ignorancia, del odio y cambiar la deriva destructora con nuestros hábitos, con nuestras acciones y con nuestras voluntades.

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El humo cubre Grecia y los bosques arden como cada verano intencionadamente; solo el agua conseguirá parar tal horror. La actualidad informativa de masas se ha transformado en una campo de Marte en donde solo hay cobijo para juegos de máscaras, pan y circo; estupideces miles que consiguen hacerse costumbres y asentarse en las conversaciones huecas del náufrago de su tiempo, siempre a la deriva de la horda deslumbrada, aniquilada. Mientras, Cronos, que lo sabe todo, da la vuelta al diáfano reloj de arena por última vez, pero parece no importar a nadie, o a muy pocas personas. El ruido, como siempre, disfraza lo urgente, mata al impulso vital y a todas nuestras ilusiones. ¿Quién ganará, la vida o la muerte?

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