Maldito baile de muertos (1975)
Francisco Mateos Cotrina
Miércoles, 15 de octubre 2025, 06:55
Aunque escrita inicialmente como canción de amor, los versos de «Al alba», la famosa canción compuesta por Aute, interpretados y dedicados por Rosa León a ... los últimos fusilados del franquismo, probablemente hayan sido una de las pocas cosas bellas que nos dejó el régimen de Franco.
Gracias a una calculada ambigüedad «Al alba», logró esquivar la censura con estrofas que, evocando sentimientoss de despedida y angustia, no hacían referencia explícita a los fusilamientos. Con el tiempo, la canción se convirtió en un himno contra la pena de muerte y la represión política en España
«Si te dijera, amor mío
Que temo a la madrugada
No sé qué estrellas son estas
Que hieren como amenazas
Ni sé qué sangra la Luna
Al filo de su guadaña»
Bajo la apariencia de una estrofa en la que un amante teme el amanecer que marcará el momento de la separación de su pareja, lo que en realidad se expresa es el miedo al momento en el que tradicionalmente se ejecuta a los condenados.
Toda la historia del franquismo puede resumirse en los 36 días transcurridos desde los últimos fusilamientos de Franco el 27 de septiembre de 1975, hasta la muerte del dictador el 20 de noviembre del mismo año. Un régimen que, bajo una apariencia de ley y orden, escondía un sistema que conculcaba sus propias leyes para imponer un criterio ideológico donde siempre primaba el ámbito lo militar sobre el civil.
En sus últimos coletazos, conceptos como los derechos humanos, el derecho a un juicio justo, a disponer de abogados o principios tan elementales como la irretroactividad de las leyes, fueron conculcados en tiempo récord en un momento de máxima debilidad del régimen, para mostrar una apariencia de fortaleza, que acabó por precipitar su fin.
Los hijos que no tuvimos
Se esconden en las cloacas
Comen las últimas flores
Parece que adivinaran
Que el día que se avecina
Viene con hambre atrasada
Esta estrofa transmite la sensación de corrupción de la esperanza, de pérdida del futuro negado por una muerte temprana, en un régimen opresivo en el que no todos los ciudadanos se reconocieron.
«Mis padres vivieron estupendamente con Franco. Si no te metías en política y te dedicabas a trabajar, no tenías ningún problema». Esta frase, escuchada hasta la saciedad por la gente de mi generación, los que teníamos entre 5 o 7 añitos cuando murió Franco, esconde el verdadero objeto del franquismo: fabricar ciudadanos dóciles, ignorantes y trabajadores, que no se metieran en política y que dejasen hacer a los prebostes del régimen, sin molestar.
La fachada de un abuelo bonachón, ocultaba un calculador estratega que supo rodearse de una poderosa camarilla que gobernó el país durante casi 40 años. Bajo la apariencia de un consejo de ministros aparentemente democrático, se escondía un régimen unipersonal en el que todo era decidido por el jefe de Estado, apoyado en una estructura de poder paralela con sus propias demarcaciones geográficas (las regiones militares) cuyos máximos responsables (los capitanes generales) tenían más poder que los ministros.
Una estructura de poder soportada desde la base por una suerte de suave «esclavitud por turnos» ejercida por jóvenes que a los 18 años debían cumplir el servicio militar que ejercían las tareas más básicas de limpieza y mantenimiento de unos acuartelamientos militares donde los lujos estaban reservados únicamente a los oficiales.
Así, cuando desde 1968 los atentados terroristas comenzaron a poner en apuros al régimen, esta estructura militar apartó a la civil y fue la encargada de impartir «justicia» e intentar salvar al régimen, por encargo directo de su máximo responsable.
Miles de buitres callados
Van extendiendo sus alas
¿No te destroza, amor mío
Esta silenciosa danza?
¡Maldito baile de muertos!
Pólvora de la mañana
Quizás a esa estructura militar y a los civiles que la apoyaban, se refería Aute cuando aludía a los «buitres callados», a todos aquellos que sabiendo que se estaba cometiendo una injusticia, no hicieron nada para evitarlo.
De esta forma, al margen de la justicia civil, influenciada ya por abogados y magistrados provenientes de una incipiente clase media que viajaba al extranjero y empezaba a cuestionar los principios del franquismo, la justicia militar, absolutamente fiel a Franco, se encargó de protagonizar los últimos y sangrientos coletazos del franquismo. Eso sí, en un gesto más propio de Poncio Pilatos, sin mancharse las manos de sangre. Los fusilamientos fueron ejecutados por policías o guardias civiles, no por militares.
Poco importaba que no hubiera testigos o pruebas de los cargos, que las confesiones se hubieran obtenido bajo torturas, o que los asesinatos de los que se las acusaba se hubiesen cometido con anterioridad a la legislación que amparaba las penas de muerte.
No suponía ningún problema que los abogados no pudiesen entrevistarse con los acusados. O que solo tuviesen 4 horas para estudiar los cargos de un proceso que duraba pocos días. Ni que la sentencia fuese inapelable en su primera y única instancia.
Durante los juicios, los ujieres se referían a las esposas de los detenidos diciendo: «Que pase la viuda del acusado». Todos sabían que la sentencia ya estaba fijada de antemano.
No nos engañemos. Seguramente los fusilados no eran ningunas hermanitas de la caridad. Alguno quizás cometió delitos de sangre, pero probablemente ninguno fue fusilado por el delito por el que se les condenó. Bajo un sistema judicial como el que ahora disfrutamos, es posible que hubieran sido condenados a una larga y merecida pena de prisión.
Así, lo peor fue para los policías y militares asesinados. Víctimas por dos veces. Primero por su cruel muerte a mano de una banda terrorista. Segundo, por haber sido olvidados gracias a un sistema judicial militar cuyo objetivo no era esclarecer los hechos, sino ejecutar una venganza. Algunos de esos asesinatos, mal investigados y peor judicializados, siguen impunes.
La aparente magnanimidad del régimen, que finalmente conmutó 6 de las 11 penas de muerte, no contentó a nadie. Los observadores internacionales fueron claros: el proceso judicial fue un montaje. La movilización internacional, intensa. Algunos países retiraron a sus embajadores, otros solicitaron la expulsión de España de la ONU. La embajada española en Lisboa fue incendiada durante una protesta.
Finalmente llegó la democracia, se aprobó la Constitución del 77 y, dos años después, la Ley de amnistía puso en libertad a los que no fueron fusilados. Algunos se reinsertaron en la sociedad, otros siguieron la senda del terrorismo. Se puso en marcha un Estado Autonómico cuasi federalista. Nada contentó a los violentos.
Lo más triste es que todo ese dolor, fue en vano. No fueron los asesinatos terroristas los que facilitaron la llegada de la democracia. Fueron los acuerdos y el consenso entre los partidos. No fue la represión, ni las penas de muerte las que acabaron con el terrorismo, sino el Estado de Derecho: la política antiterrorista, la persecución implacable por parte de las fuerzas de seguridad, un ejército comprometido con la democracia y la estricta aplicación de la ley por parte de jueces y fiscales. Un triunfo de todos los españoles que algunos se empeñan ahora en cuestionar.
Luis Eduardo Aute publicó «Al Alba» en 1978 en el álbum «Albanta». A partir de entonces consolidó una fructífera carrera como cantante, poeta, pintor y realizador de cine que culminó con la obtención de la Medalla del Mérito a las Bellas Artes en 2017. Una carrera artística de las que solo pueden progresar en un Estado democrático. Falleció en 2020, a los 76 años durante la epidemia del COVID-19. Toda una vida dedicada al mundo de la cultura, siempre comprometido en causas sociales y en defensa de los más débiles.
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