

jesús barbero
Jueves, 2 de julio 2020, 08:40
Mi infancia consciente transcurrió en la década de 1970. Eran otros tiempos, sin duda. No me gusta calificarlos como mejores, aunque sí lo fueron desde la experiencia de los primeros contactos sociales y de las primeras incursiones en la vida real a través del juego y la aventura. Desde abril hasta agosto nos aplicábamos en demostrar nuestra destreza con los bolindres. A continuación la piona, con sus giros, certificaba el orden entre los habilidosos de la cuadrilla. La tierra mojada tras las primeras lluvias otoñales invitaba a desempolvar las catarromas, esos hierros puntiagudos que debían clavarse en la tierra sin salir del círculo. ¡Menuda ingeniería popular infantil!
A los juegos se unían de manera recurrente otras facatúas, muchas de ellas también estacionales, pero con una mayor concentración en el periodo estival: garulla de melones, sandías y frutas varias, para disgusto de sus sacrificados dueños; localización y expolio de los nidos para lograr la mayor y mejor colección de huevos en sus diferentes colores y tamaños, para desdicha de las esforzadas aves; caza de ranas, pájaros, lagartos y alguna que otra culebra, para que en casa los convirtieran, bien fritos, en una suculenta cena; carreras en el rastrojo de la dehesa tras los perdigones, tratando de hacerse con el mejor ejemplar; o apeloteos a los buitres cuando, con la barriga llena de la carroña de algún mulo, eran incapaces de alzar su vuelo por encima de las paredes del cementerio de los burros, que era donde iban a parar los despojos de todos los animales. Lo que decía, eran tiempos distintos.
Recuerdo bien como en verano ansiaba cada día la llegada de uno de los momentos de mayor delectación. La noche. Padres, tíos, vecinas y vecinos, sentados en sillas de enea, departían reunidos en la calle en perfecta camaradería. Mi objetivo solía ser el abuelo Florentino, hábil conversador y sagaz narrador de sus propias aventuras, cuya escucha tanto encandilaba mi curiosidad. Me hablaba de su participación activa en dos guerras, de las penalidades sufridas durante los años del hambre, del duro trabajo en la senara con una yunta de bueyes redomones, de lo que habían cambiado los tiempos o de su curiosidad intelectual. Pero uno de aquellos capítulos se grabaría en mi memoria con especial nitidez, el que desglosaba las circunstancias y desarrollo de su fuga juvenil. Le reclamé una y otra vez que me contara esta aventura, y, mientras lo hacía, como si de un cuento se tratara, mi imaginación volaba tratando de revivir aquella sucesión de increíbles hechos en tan ignotos escenarios. Siempre terminaba diciéndome, mientras me miraba fijamente y me señalaba con un admonitorio dedo índice: ¡y ya sabes, periñán, cuidado con dar duros a cuatro pesetas!, expresión que entonces no lograba comprender.
Con algunos años más, tras indagar y preguntar sobre el asunto, comprobé que el abuelo Florentino decía verdad. Veinte de octubre de 1916. En las noticias de un quincenal recién estrenado que se editó, publicó y distribuyó desde un pueblo al que aún no había llegado la luz eléctrica, aparecía esta noticia: «Por fin regresaron al hogar paterno los atrevidos excursionistas que el domingo 8 del corriente se fugaron del pueblo, quizá con la inocente ilusión de no volver jamás». La escueta reseña escondía, en realidad, una singular aventura que depararía a sus protagonistas interesantes lecciones de vida. Uno de los fugitivos era mi abuelo Florentino, que se marchó allende los límites de su villa natal siendo un niño de catorce años, para regresar al hogar familiar días después, convertido en un hombre de quince recién cumplidos, tras un viaje iniciático en el que la vida se mostraría con toda su crudeza. Una experiencia en la que se topó con inéditas situaciones que cambiarían su personalidad y le harían tomar conciencia de sí mismo, conformando su carácter. Como los jóvenes de todos los tiempos y culturas, estaba programado para sentirse y mostrarse insatisfecho, para buscar y disfrutar aventuras y experiencias gratificantes, para vivir la vida intensamente y obtener de todo ello, al tiempo, algunas enseñanzas universales. Y lo logró ya desde esta juvenil aventura.
La vigencia de estas lecciones de vida se mantiene plena, a pesar del siglo trascurrido. Más aún con el modelo imperante, en el que poseer debe ser la aspiración de nuestras vidas, haciendo cuanto sea necesario, lo que sea, para conseguir lo que nos dicen que debemos desear. Nos embaucan para que siempre necesitemos más. Vivir una buena vida ya no es vivir nuestra propia vida, más bien supone navegar en la moda rápida y efímera que nos impele a deshacernos de las cosas, no porque dejen de ser funcionales o se deterioren, sino cuando pierden su valor social. Cambiamos de teléfono o de ropa cuando las marcas lo establecen y lo incrustan en las redes sociales. Las mismas que nos presionan y nos bloquean impidiendo que reflexionemos y establezcamos nuestro propio criterio. Pero no siempre fue así, como muestran las enseñanzas que obtuvo Florentino en corto espacio de tiempo. Veamos.
Recién cobrados los borregos que por San Miguel había vendido el padre de su amigo Emilio, un potente ganadero local, pareció a su vástago el momento ideal para acarrear fondos suficientes con los que iniciar una nueva e independiente vida lejos de la villa natal. Con la faltriquera bien pertrechada le avisó, encaminándose ambos hasta la ciudad comarcana con la intención de planificar el viaje. Antes de tomar el destartalado tren que debía llevarles a la capital del reino, Florentino exigió que le fuera entregada la mitad de la sisa, para poder gestionarla con autonomía. A pesar de las reticencias iniciales, comprobando Emilio que no estaba dispuesto a depender de él, Florentino recibió su parte. (Enseñanza 1ª: es preferible ser cabeza de ratón que cola de león, o la importancia de la independencia de criterio).
Tras el largo viaje llegaron a Madrid, una ciudad que sobrepasaba por poco los seiscientos mil habitantes, con la intención de disfrutar intensamente de la amplia oferta de ocio y genuinas experiencias que la ciudad ofrecía. Mientras UGT y la CNT movilizaban hacia una huelga general para protestar por la galopante inflación, ambos adolescentes establecieron su centro de operaciones en un hotel, desde donde diseñar al detalle cada jornada. El Café de Levante, el Teatro Arniches o el recién inaugurado Mercado de San Miguel serían algunos de sus destinos. Con esta sibarita dinámica, el dinero iba saliendo de sus bolsillos a la velocidad de la pólvora y pronto comenzaron a tocar el fondo de la talega. (Enseñanza 2ª: no se valora lo que no cuesta trabajo conseguir, o la importancia del esfuerzo para la promoción personal).
Para tratar de encauzar la situación decidieron embarcarse en el mundo de los negocios, probando con el comercio de las puntillas de bolillos. Invirtieron gran parte del dinero que les quedaba en la adquisición de una respetable cantidad de metros de tan apreciado género. La competencia en su venta callejera era feroz. Para atraer a las clientas, mientras otros vendedores utilizaban un palo en el que estaba señalada como medida la vara castellana, poco más de 83´5 cm., los neófitos comerciantes decidieron, manteniendo el precio, establecer como unidad de medida para la venta su propia envergadura, más del doble de la vara. Las mujeres, claro, les quitaban las puntillas de las manos, animándoles a mantenerse el negocio, comprometiéndose a acarrear más clientas y augurándoles un seguro éxito comercial. Tras reponer en varias ocasiones las puntillas, tal era el éxito de sus ventas, pronto se percataría Florentino de lo contradictoria que era la situación y del escaso recorrido de aquella iniciativa. El constante y exitoso aumento de las ventas se veía complementado, en inversa proporcionalidad, con una disminución progresiva de los beneficios, lo que le hizo reflexionar y calibrar la inminente ruina. (Enseñanza 3ª: cuidado con dar duros a cuatro pesetas, o la importancia de evitar los espejismos).
Para minimizar las consecuencias del seguro fracaso, decidió reservar las últimas pesetas que le quedaban y sacar el billete de tren que le llevara de regreso a casa, a su añorado pueblo que, aunque menos bullicioso y pujante que la capital, siempre le había ofrecido cuanto podía desear. Y de esta forma, cual Ulises rural, el Florentino que entró por la puerta de la casa familiar el dieciséis de octubre de 1916, poco tenía que ver con quien se había fugado de ella ocho días antes. El periplo, su particular odisea, había sentado las bases de su adultez. Aquel joven intrépido que buscaba la iniciación dejando atrás la segura casa de sus padres, se aventuró a la incertidumbre e inseguridad del camino, barruntando que el tránsito hacia la madurez está plagado de zozobras, de peligros y asechanzas, pero que merecía la pena recorrerlo para fortalecerse y adquirir templanza, en un viaje repleto de retos y selectas enseñanzas. Ocho propedéuticos días de experiencias genuinas, intensas y arriesgadas le permitieron, para el resto de su periplo vital abominar de la emulación de los otros y tomar sus propias decisiones, asumir el esfuerzo del trabajo para lograr sus objetivos y mantenerse alejado de éxitos efímeros y aduladores interesados. Lecciones de vida para todos los tiempos.
He de reconocer, finalmente, que alguna que otra de aquellas noches estivales no logré disfrutar al completo de tan sabios relatos. La intensidad lúdica y aventurera de la jornada me hicieron caer rendido en los acogedores brazos de Morfeo. Pero conservo las enseñanzas.
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