Francisco Mateos
Jueves, 30 de mayo 2024, 08:48
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Estuve muchos años enfadado con el País Vasco. Si, con todo el País Vasco. Nunca comprendí como en uno de los territorios más hermosos de España, una de las sociedades más cultas y prósperas del Estado se dejase arrastrar por la espiral de violencia que protagonizó la banda terrorista ETA durante demasiados años.
Siempre tuve muy claro quién era el culpable de un conflicto en el que unos ponían las balas y otros ponían las nucas, aunque creo que el uso de la violencia como herramienta política es un fracaso de la sociedad en su conjunto. Por eso mi enfado.
Porque por un lado estaban los terroristas, los asesinos, los ejecutores materiales, pero luego estaban los instigadores, los ideólogos del nacionalismo radical. También los chivatos. Esos vecinos a quien caías mal e informaban de tus horarios a los terroristas. Y los ciudadanos anónimos que, sin involucrarse, cambiaban de acera por no saludar al familiar de una víctima. Síntomas de una sociedad enferma, atemorizada y disfuncional que, de alguna manera, permitía que la violencia campara a sus anchas por el País Vasco.
La mayoría de nosotros tiene allí familia: tías, primos, abuelos, hermanos… Algunos han vuelto. Otros se quedaron para siempre. Es el caso de mi familia, muchos tíos de mi madre, hermanos y varios de mis primos ya nacidos en Euskadi y que tienen su vida hecha allí. Son lazos sentimentales que unen a las personas de ambos territorios.
Quizás ese ha sido el motivo de mi preocupación por la situación en el País Vasco durante los años de la violencia y de mi fijación con la banda terrorista, a la que he seguido gracias a la prensa y algunos libros.
En casa siempre teníamos el corazón en un puño cuando había algún atentado. Aun recordamos el susto de mi abuela el día que oyó en la radio que habían puesto una bomba en un confesionario en Irún. Una de mis tías es muy religiosa y la abuela temía que le hubiera pasado algo. Todo quedó en un susto. La abuela entendió mal. El atentado había sido en un concesionario (de automóviles). Mi tía estaba a salvo en su iglesia preferida.
Pero normalmente, mis recuerdos no son tan divertidos. Siempre fui muy consciente de que, durante demasiados años, demasiadas personas en Euskadi sufrieron una situación vital más propia de atrasadas sociedades medievales, que de una de las regiones económica, social y culturalmente más desarrolladas de España
Así rezaba el paradójico nombre de una banda terrorista que prometía libertad, mientras atenazaba bajo el yugo opresor de las pistolas a una gran parte del pueblo vasco que decía representar.
Nunca fue una lucha por la libertad. Ni siquiera por la independencia. En los años 90, mientras ETA seguía matando, en Euskadi ya había mucha libertad. Elecciones libres, parlamento propio, leyes autonómicas para gestionar sanidad y la educación, gestión de impuestos, además de su propia policía. Un nivel de autogobierno comparable a los Lander alemanes o los Estados federales de los EE. UU.
Ni grupo armado, ni movimiento de liberación nacional. ETA empezó siendo un idealista grupo de independentistas espoleados por el auge del movimiento terrorista europeo de los años 60, que, por no querer desaparecer tras la llegada de la democracia, mutó en una organización mafiosa de la peor calaña.
Durante mi infancia estuve varias veces en el País Vasco. A esa edad todo te parece normal y no eres muy consciente de las cosas de los mayores. Ya con 17 años, fue el destino de uno de mis primeros viajes en solitario. Durante el verano de 1986 pude conocer alguna herriko taberna, asistir a un concierto de Eskorbuto y presenciar un acto de kale borroka en la famosa procesión de La Salve, durante las fiestas de San Sebastián. Una tradición que finalmente hubo que suspender en 1995 debido al continuo boicot por parte de los independentistas radicales.
Durante esos años, aparte de dividir y aterrorizar a la sociedad con secuestros y extorsiones ETA asesinaba, no ya a miembros de las fuerzas de seguridad del Estado, lo que ya era suficientemente deleznable, sino además a alcaldes y concejales del PP y el PSOE. Ciudadanos desarmados asesinados por atreverse a representar a sus paisanos.
Afortunadamente todo eso terminó y desde el 30 julio de 2009, fecha en la que ETA asesinó con una bomba lapa a dos guardias civiles en Mallorca, no hemos tenido que lamentar ningún atentado. Dos años después, en octubre de 2011, acosada policialmente y debilitada políticamente, ETA anunció el cese de la violencia y su disolución. Todo un triunfo de la democracia.
Así las cosas, el pasado 15 de abril, en plena campaña electoral en el País Vasco, a muchos de los que asistían al mitin del PNV en Barakaldo, se les debió helar la sangre en las venas cuando vieron cómo alguien se abalanza sobre el candidato del PNV. Afortunadamente, hemos pasado del 9 mm parabellum, al espray pimienta y todo ha quedado en un susto.
El papel del PNV durante los años de terror fue muy polémico. Siempre fueron muy equidistantes. En el fondo tenían los mismos objetivos que los terroristas. Al fin y al cabo, la doctrina de Sabino Arana, fundador del PNV, es que Euskadi era una nación oprimida que requería la independencia para sobrevivir como pueblo. Una tesis compartida por ETA.
Desde luego, diferían en la forma de conseguir los objetivos. El PNV nunca practicó la violencia. Y aunque tuvo un papel importante en la disolución de ETA, sobre el partido nacionalista siempre sobrevoló la sospecha de una cierta comprensión con los terroristas, lo que les alejaba de las víctimas. Quien mejor lo explicó fue Xavier Arzalluz, uno de los históricos dirigentes del PNV cuando dijo que «unos sacuden el árbol, y otros recogemos las nueces».
En los medios puedo leer que todas las fuerzas políticas han condenado la agresión al candidato del PNV. Me parece bien, siempre debió ser así. Pero no puedo dejar de pensar que, en esta ocasión, el PNV ha recibido mucho más cariño y compresión del que ellos supieron o quisieron dar a los familiares de las víctimas de ETA durante los años del terror.
En la actualidad, con ETA derrotada y muchos terroristas cumpliendo condena, en la época de la reconciliación, la concordia y el perdón, el candidato a lendakari por Bildu, aún no es capaz de denominar a ETA como terroristas. Dice que fue un 'grupo'. Un 'grupo'. Como AC/DC, Héroes del Silencio o la Orquesta Mondragón, por poner un ejemplo muy vasco.
Parece una broma. Ahora, en la época del perdón, la concordia y la reconciliación (que no debería ser del olvido), no puedo evitar la risa cuando escucho a los dirigentes de Bildu, como balbucean incomprensibles circunloquios cuando les preguntan por el papel de ETA. Yo puedo reírme, pero estoy seguro de que a los familiares de las víctimas esas declaraciones no les harán ninguna gracia.
Afortunadamente todo aquello acabó. Quiero pensar que, de alguna manera, el carácter tranquilo, resignado y conciliador de los humildes emigrantes castellanos, manchegos, andaluces y extremeños en Euskadi tuvo algo que ver con el hecho de que la situación nunca derivase en un conflicto civil generalizado, como si sucedió en Irlanda del Norte.
Aunque con matices, parece que la reconciliación, la concordia y el perdón, han funcionado. Desde 2017 voy todos los años al País Vasco con mi familia y amigos. Creo que la sociedad vasca se ha recompuesto y ha superado la época de la violencia de ETA. Ahora puedo disfrutar de las estupendas charlas de Naukas en el fantástico Palacio de Congresos Euskalduna, tomar pintxos en el barrio viejo de Bilbao, disfrutar y de la arquitectura espectacular del Guggenheim y de sus obras de arte contemporáneo, todo ello sin dejar de sentir una sana envidia al comparar la situación económica, social y cultural de Extremadura con la del País Vasco.
Quiero mucho a Extremadura en general y a Trujillo en particular. Pero a pesar del dolor y de las víctimas durante aquellos años, pasado lo peor, cuando contemplo ahora la pujante sociedad vasca, su próspera economía y el despliegue de servicios públicos que disfrutan, quizás, pienso a veces, que a lo mejor deberíamos haber emigrado todos.
Luego vuelvo a Extremadura (en coche, claro), desde la carretera empiezo a ver el sol colarse entre las encinas mientras pastan las ovejas, observo a decenas de buitres volando pausadamente en un cielo limpio y claro. Empiezo a recordar las noches de luna nueva observando la Vía Láctea en el Castillo de Monfragüe, los escarpados riscos grises alzándose hacia el cielo azul de las Villuercas, las piedras doradas de las torres y murallas de Trujillo en los atardeceres de verano y se me quitan las ganas de emigrar.
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