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Eloy Redondo
El confinamiento de los mastines
Reflexiones desde la ventana

El confinamiento de los mastines

«...Apoyándome en la muleta de Juan Rulfo/Pedro Páramo, pregono : '…a tu tierra grulla aunque sea con una pata', y así lo haré»

eloy redondo

Viernes, 31 de julio 2020

En la madrugada del sábado en mí deambular hacia la Churrería de la Piedad, observo con interés el retorno de los jóvenes después de una 'noche de marcha'. En este escudriño insanamente curioso, desfilan ante mi retina variopintos estado de ánimo: los triunfadores ayuntados, ajenos a todo, parando en cada esquina dando rienda suelta al apetito concuspicible; los de la exaltación de la amistad, que vociferando, apuñalan el mágico silencio del alba; los que no tuvieron suerte, o no fue su noche, que desfilan con paso cansino hacia el refugio del hogar, con el anhelo de que mañana será otro día; y finalmente, un número poco significativo de los irreprochables, que regresan en silencio, con paso firme, mascarilla puesta y distanciamiento social. En la mayoría de estos adolescentes nocturnos concurren dos circunstancias: la primera, la interacción mediante el celular con los compañeros con los que recién se empiezan a distanciar; y la segunda, la relajación en el uso de la mascarilla. ¿Qué coño tendrá este bozal nasobucal, que es capaz de adueñarse de mis atenciones físicas y mentales?, y sin proponérmelo, el zambullido de los churros en mi café humeante, se ve acompasado de la inmersión en intelectos sobre la conveniencia de la utilización de la mascarilla.

Con el transcurrir a lo largo del periodo pandémico, me he convertido en un máscarillo-confeso, poco practicante, ¿quizás se deba a la relajación postconfinamiento o tal vez a los rigores del verano en la penillanura trujillana o quizás a mi criterio veletoide, fácilmente influenciable por opiniones ajenas. Sin ir más lejos, la conversación del viernes con mi compañero Santiago Vadillo, catedrático de virología, en la que concluíamos que, aunque políticamente no es correcto decirlo, pero que mientras llega la vacuna, la actitud de los jóvenes camina en pro de la inmunidad de rebaño, en la que tanto creemos los veterinarios: «se contagian muchos, son asintomáticos la mayoría, no colapsan el sistema sanitario, y mueren pocos». Sabemos que el riesgo de transmisión a poblaciones más susceptibles está ahí, y no desaparecerá hasta la llegada de la anhelada vacuna; y que en mi caso, este afán se suma a la congoja de la vuelta del botijo a la churrería.

Mientras degusto unas exquisitas porras, el almacén de los recuerdos de mi corteza cerebral se abre, reproduciendo patrones cognitivos que ante la evocación de los jóvenes y la mascarilla, propicia que mi plasticidad neuronal transite por la autopista de las conexiones sinápticas, en la que el botijo y la COVID-19 están como señalizadores asociados en el mismo circuito neuronal. La memoria de mis células cerebrales está imbuida por pensamientos negativos derivados del confinamiento pandémico; sin embargo, los mecanismos defensivos para eliminar malos recuerdos, relacionados con la actividad neuronal del hipocampo, y apoyados en el trabajo de la corteza frontocerebral, donde se ubica el control de las cavilaciones no deseadas, expresan su eficacia fisiólogica, y sin darme cuenta, comienzo a emerger del pozo de malos augurios en el que me había sumergido. A esta reparadora emanación también contribuyen: el ambiente agradable de la churrería; el trapicheo con algún parroquiano aledaño; y la reflexión incontestable de que los jóvenes que se relajan en el uso de las mascarillas, son los mismos que a los docentes durante la pandemia, nos han impartido una lección magistral en el uso de las nuevas tecnologías aplicadas a la enseñanza no presencial. En definitiva, «son jóvenes y sobradamente preparados».

Y después de este breve desajuste neurofisiológico, provocado por todo lo que el coronavirus acarrea, y tras un impás en el limbo de la desconexión, retrocedo en el tiempo a mi añorado Ibahernando, y me sumerjo en hedónicos recuerdos de adolescencia y juventud en las que gozaba de: la energía de ser joven, de la euforia de los tres meses sin obligaciones académicas, y de la euestesia, del paraguas de cobijo de mis padres, y de no tener amenazas, o al menos no tal brutales, como la que padecemos por el coronavirus.

Volando con mis pensamientos llego a la finca las Magasconas, e inmediatamente añoro los aullidos del recibimiento habitual de Yunque y Casquelito. ¿Se habrán vengado de mi? ¿Les habrá sentado mal el confinamiento preventivo al que les sometí, por la posible agresión a las ovejas del vecino?. Después de 10 días de encierro tutelado, el jueves anterior recibí una llamada regocijante de Pepito Novella, buen vecino y mejor persona: «Eloy ya puedes soltar los mastines, hemos encontrado el autor la fechoría de las ovejas y no han sido tus perros». Consecuentemente, y de manera inmediata, solté a mis custodios de majada…; pero a estos canidos, les debe haber ocurrido lo mismo que a los jóvenes en el postconfinamiento; han salido en desbandada; han dado rienda a su libertad; y llevan 48 horas desaparecidos. Estoy tranquilo porque confío en ellos; y porque nunca dudé acerca de su no intervención en el óbito de las pécoras; y porque tenemos una simbiosis casi indisoluble, y digo casi, porque sólo los vientos feromonales procedentes de las fincas aledañas, provocadores de atracción sexual por una potencial pareja, y la llamada reproductiva, son capaces de alejarlos de su entorno y de mi presencia…Si son de ley volverán, como yo a mi añorado Ibahernando.

En el transcurrir del ciclo vital, en el que he superado, con más o menos acierto, algunas metas de mi vida, tengo idealizado a mi pueblo. De mi adolescencia y juventud ya les hablé; y de mi infancia, únicamente quiero evocar sensaciones asociadas a recuerdos: «mi infancia es un recuerdo de un patio…, el de mi abuela Isidora». Regresaré para siempre a Ibahernando, no sé si solo, o acompañado, por mi propio pie, o 'con los pies por delante', pero volveré. Y sobretodo, porque ya no me desasosiega - como antaño lo hacía - regresar al Barrero, el lugar donde se ubica el camposanto viveño. Me encuentro en una etapa vital, en la que me sobresalta la nostalgia, asaltando mi intimidad síquica y somática, cuando los recuerdos viveños me embargan. Quiero retornar a mi pueblo, quiero retroceder con mis gentes, presentes y ausentes; soy un viveño en Trujillo, entrañado y apesadumbrado por el deseo de tornar a mi patria chica; por eso, apoyándome en la muleta de Juan Rulfo/Pedro Páramo, pregono : «…a tu tierra grulla aunque sea con una pata», y así lo haré.

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