

Laura casado porras
Martes, 1 de marzo 2022, 08:09
Todos los animales son seres sintientes, por lo tanto todos experimentan emociones. De entre todo el extenso abanico emocional nos vamos a quedar con las ocho emociones básicas que según el psicólogo americano Robert Plutchik, en la rueda de las emociones, describe la teoría psicoevolutiva de las emociones de las personas y de los animales. Son: alegría; tristeza; sorpresa; miedo; confianza; aversión, ira y anticipación. Las emociones pueden tener distintas intensidad; la suma de dos emociones en el mismo nivel emotivo producen una tercera emoción, por ejemplo: alegría más sorpresa ocasionan deleite; miedo más anticipación, ansiedad. Sin extenderme demasiado en este tema de las emociones, que prometo desarrollar en profundidad en próximos artículos por su transcendencia para la óptima gestión de las herramientas mentales de cualquier persona en edad infantil o adulta, y para prevenir cualquier enfermedad mental futura.
El padre de la ciencia, Aristóteles, otorgó a los animales un alma sensitiva en De anima. El alma aristotélica no es tan viajera como el alma platónica ni nos deja espacio para la esperanza: no vive más allá del cuerpo humano ni transmigra a otros cuerpos, pero ese es otro cantar. La diferencia con las personas es que el alma humana tiene los registros vegetativos y sensitivos de plantas y seres vivos pero tiene una adición que no tienen estos anteriores: la parte racional que, entre otras muchas cosas, nos sirve para categorizar y descifrar verdades. El paradigma de la cognición animal, por mor de la verdad, ha variado y si durante siglos se pensó que los animales no detentaban conciencia, Stephen Hawking junto otros prestigiosos científicos afirmaron en la Declaración 2012 de Cambridge que los animales no humanos sí poseen conciencia. Si usted está acostumbrado a tener un vínculo estrecho con los animales dirá que no hacía falta que viniera Hawking a declarar algo que era obvio. Pero así es la ciencia, y gracias a que las teorías pueden ser refutadas conseguimos avanzar a paso de gigantes y gigantas y, sobre todo, podemos establecer un nuevo punto de inicio, que en este caso es que los animales, incluidas aves y mamíferos, tienen conciencia a pesar de carecer de neocortex porque sí poseen sustratos neurológicos que son los que generan la conciencia.
La conciencia nos permite saber de nuestra existencia y es gracias a que se une a la memoria que el hombre tiene registros de su biografía y de la historia de la humanidad, y gracias a la evolución de los sonidos en lenguaje, hace unos dos millones de años, cuando el hombre comenzaba a desarrollar la técnica para la construcción de herramientas, el hombre inicia un proceso evolutivo que le lleva hasta nuestros días; superándose en sí mismo personal y culturalmente. La cultura desde la perspectiva antropológica tiene los siguientes rasgos: se aprende; se comparte, se adapta, se transmite mediantes símbolos; y se integra a las características culturales existentes. El antropólogo, matemático y filósofo Jesús Mosterín definió la cultura como la información que se transmite mediante aprendizaje social entre una misma especie. Hay tres rasgos adaptativos que integran un sistema sociocultural: la ecología, que nos permite adaptar nuestro sistema con el medio ambiente; la creación de una estructura social es necesaria para que se produzca el buen funcionamiento de las instituciones; por último, la ideología entendida como conjuntos de rasgos mentales y hábitos que integran a las personas dentro del sistema ecológico y de las estructuras que forman la cultura o vida sociocultural. Dentro de los animales de una misma especie, la conciencia y la inteligencia diferencia a unos animales de otros, a unos individuos de otros. Según el grado de conciencia y de inteligencia la estructura sociocultural será más afín a la naturaleza y se desplegarán las condiciones necesarias para la perfecta armonía entre el hombre, los animales y la naturaleza. Hasta aquí los cimientos teóricos, vayamos a por los prácticos.
Los animales son seres sintientes que sufren como usted y como yo, que se alegran cuando usted está cerca, siempre claro que los trate bien y los de bienestar y amor. Vamos como cualquier hijo o hija de vecino. A mí el bienestar animal me preocupa y mucho, como también me preocupa que la sociedad a la que pertenezco evolucione y no se quede anclada en tradiciones paupérrimas que promueven de una u otra manera el maltrato animal. En el siglo XXI, seguir promocionando tradiciones en donde el animal sigue siendo el inocente e indefenso ser que tiene que padecer la falta de sensibilidad, inteligencia y consciencia del hombre me parece anacrónico, desfasado y un modo triste de medir cómo una sociedad resuelve destructivamente los festejos populares en vez de constructivamente. La vitalidad y la alegría del pueblo no deben de canalizar su energía de manera opresora ni tampoco podemos permitir la decadencia cultural del vínculo cohesionador que resultan ser los festejos populares.
Como evolucionar no es un deber sino nuestra única alternativa, debemos de huir de aferrarnos a situaciones costumbristas ancladas en la inercia destructiva y comenzar a edificar nuevos hábitos sociales que promuevan la participación social desde un prisma constructivo y reparador para con nuestra sociedad y medio ambiente.
Si la partida de Mister Bones a Tombuctú me hizo derramar lágrimas de sal y de tristeza, cuando la realidad se tiñe de ignorancia las lágrimas no cesan y se deslizan con mayor ímpetu y desolación. La cultura crea; cuando un hábito social genera emociones negativas como es el miedo o la ansiedad no puede llamarse cultura. No debe. Me imagino que un día cualquiera cogemos a nuestros animales de compañía, que pacen tranquilamente en nuestras casas o en nuestros campos y los condenamos a correr detrás de un grupo de personas ¿Se imaginan cuáles serían sus emociones? Y después, para seguir con la proeza los encerramos en un recinto cerrado para hacernos creer que es una forma sana de diversión y que es cultura porque es la tradición, aun sin entender que hay tradiciones que hay que superarlas. Cualquier animal condenado a ese juego se traumatizará súbitamente y de por vida. Los intereses económicos y políticos no pueden ponerse en la misma mesa que el maltrato animal, aunque este sea de tipo emocional.
Esta clase de espectáculos vulneran, según la doctora Nuria Querol, colaboradora de la Nasa y del FBI, 'la Convención de los Derechos del niño'. Mientras a nuestros hijos les enseñamos a amar y proteger a nuestros animales domésticos les enseñamos con este tipo de festejos a romper cualquier barrera empática con ciertos animales mientras que producimos en su psique frustraciones que serán enfermedades futuras o les enseñamos cómo oprimir al débil de forma cobarde. Lo personal, aquí en estos festejos, es político. No estaría mal contar con un equipo crítico que supervisen y aprueben proyectos éticos dentro de las instituciones, si lo que queremos es superarnos cada día.
Hay muchas formas de crear vínculos sociales positivos; se me ocurre por ejemplo, un día lleno de conciertos de grupos y artistas locales, regionales y nacionales, intercalado con teatro, talleres en la plaza de distintas temáticas, siempre con la plaza abierta; buena comida, mejor música porque la danza y la música con buen criterio siempre produce el deleite de los participantes. En fin, hay tantas posibles propuestas que resulta aburrido seguir aferrándonos a lo de siempre, a las tradiciones huecas para fomentar impunemente la superioridad y la diversión vacía de sustancialidad.
Este pensamiento que hoy arrojo al aire, aquí en el ágora del siglo XXI, lleva muchos años fraguándose. Me he encontrado con muchas personas a favor de este tipo de festejos, pero muchas más en contra de ellos. Muchas de ellas me han aconsejado que lo deje estar; que no escribiera nada, pero no podía dejarlo pasar por mucho que sea condenada al ostracismo en nombre de la verdad y de Paul Auster. Al fin y al cabo solo la verdad nos hará libre, y una vida sin verdad, sin libertad y sin compromiso no merece la pena ser vivida. La vida hay que merecérsela pero sobre toda hay que valorarla y comprometerse con ella para no permitir que se siga corriendo delante de las injusticias.
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