Borrar
Francisco Mateos

Los años del plomo. Un cuento de invierno

francisco mateos

Jueves, 31 de marzo 2022, 01:37

Aunque esta historia está basada en hechos reales, casi todos los nombres de los personajes son ficticios.

Barrio de Neguri. Bilbao, diciembre de 1981. 4:00 am

El inconfundible sonido de la sirena de una ambulancia lo sobresaltó. Estaba muy cansado, pero tras más de quince días sin apenas dormir, había dado con la solución. El precioso ejemplar de 'El Arte de la Guerra' de Sun-Tzu que su jefe de contabilidad le había regalado en su cumpleaños, se había caído al suelo. Lo recogió y se quedó mirándolo unos instantes. Tras un mes viviendo al filo de la navaja por fin había llegado el día. Colocó el libro en la estantería, se vistió y se marchó. En dos horas tenía que estar en Irún. Para su familia era un simple viaje de negocios, pero esa mañana, Iñaki Izparaguirre se iba a jugar la vida. Y no solo la suya.

En muchas partes de España y desde luego en el País Vasco, el ruido de las sirenas lo marcaba todo en aquellos años. 1981 había sido muy convulso. En Valencia, aún podían eran apreciables las marcas que las cadenas de los tanques de Milans del Bosch habían dejado en el asfalto del centro de la ciudad durante el 23 de febrero. En marzo, unos delincuentes habían secuestrado al futbolista Quini y lo habían mantenido retenido en Zaragoza. Y en Barcelona, unos meses después, el inexplicable atraco al Banco Central había vuelto a resucitar el ruido de sables en los cuarteles. Y eso sin contar con los asesinatos de ETA.

Eran los 'años del plomo'. Los primeros tiempos de la sinrazón en los que ETA golpeaba sin piedad a policías y militares en toda España. A finales de diciembre habían matado a 32 personas. Casi 3 por mes. Las sirenas sonaban prácticamente todos los días en el País Vasco. Años más tarde, la banda haría lo mismo con políticos, periodistas y juristas. La 'socialización del sufrimiento', lo llamaron.

IrúnPolígono Industrial ARASO. 6:00 am

Aún faltaba para el amanecer, pero fiel a la puntualidad que le habían inculcado los jesuitas de la Universidad de Deusto, Ignacio Izparaguirre, el principal accionista y director de la Fundición Izparaguirre, estaba sentado a la hora convenida en la cafetería Ikus a las afueras de Irún, delante de un humeante capuchino. Intentaba serenarse pensado que, en el fondo, tan solo se trataba de una cita con un antiguo compañero de colegio. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos por evitar que el temblor de manos le hiciese derramar el café, mientras, de reojo, vigilaba el maletín que tenía en su regazo.

Nadie le conocía en los suburbios de Irún, Iñaki vivía en el elegante barrio de Neguri, en la zona alta de Bilbao, la ciudad donde estaba su fundición. Al fin y al cabo, la reunión era con un viejo amigo de la infancia, así es que nadie comprendería a qué venía tanto nerviosismo. Aunque lo que sin duda poca gente sabía era que su antiguo compañero de colegio, Antxon Eguibar, era uno de los correos de ETA.

Iñaki recibió la temida carta hace justo un mes. En ella, ETA le comunicaba que conocía bien sus ingresos -Izparaguirre facturaba más de 5.000 millones de pesetas al año- y además le enviaba fotos de su casa, de la casa de sus suegros y del colegio de sus hijas. Le pedían un millón de pesetas para colaborar con la causa de la 'liberación del pueblo vasco'.

Iñaki era un tipo duro. En los años en que levantó su empresa, se había ganado fama de negociador implacable y de tratar con mano de hierro en guante de seda a sus empleados. Eso sí, pagaba bien y cumplía escrupulosamente con el convenio. Nadie le había visto nunca derramar una lágrima. Ni en el entierro de su padre. Pero pocos saben lo que lloró el día que leyó en la prensa el estado en que había quedado un chaval de 12 años que le había dado una patada a una bomba lapa perdida de ETA.

Antxon Eguibar llegó 60 minutos más tarde de la hora convenida. Una vieja estrategia para poner nervioso un contrincante que sabías que no se podía marchar. Sin ser demasiado alto, el físico de Antxon imponía. Con sólo 1,65 pesaría unos 120 Kg, pero lejos de estar obeso, era toda una masa de músculos, Antiguo aizkolari, estaba acostumbrado a hacer ejercicio y a manejar con destreza el hacha, que irónicamente era el símbolo de la siniestra organización terrorista.

—Siento el retraso, Iñaki. Un problema de última hora me ha impedido venir antes. No sé si sabes que acabo de volver de Francia…

—Ya, entiendo —le interrumpió Iñaki— No lo dijo, pero sabía perfectamente porqué Antxon venía de Francia. Ya sé que fuiste el primero que cruzó la frontera el 23 de febrero por la tarde.

—Espero que hayas pensado detenidamente en la carta que recibiste y sabemos que actuarás con sentido común. Te ha ido bien en la vida, conoces muy bien nuestras capacidades y esperamos poder contar contigo para ayudar al pueblo vasco a liberarse del opresor —dijo Antxon mientras miraba sin disimulo el maletín.

—Déjate de rollos Antxon, no puedo decir que me sorprenda que estés en ETA, todos sabemos que siempre has sido un cobarde. A pesar de tu fuerza, siempre te cuidaste bien de enfrentarte a alguien que no fuese mucho más débil que tú. Todas tus peleas estaban ganadas antes de empezarlas. Y no me hables de ayudar al pueblo vasco. Los emigrantes andaluces y extremeños que tengo en mi fábrica han hecho más por levantar esta tierra que todos tus compañeros de mafia juntos.

—Iñaki, no creo que te convenga …

—No me interrumpas —cortó Iñaki mientras ponía su maletín encima de la mesa—.

Lo abrió. Para sorpresa de Antxon, el maletín solo contenía un sobre. Iñaki sacó el sobre, volvió a guardar el maletín y comenzó a poner documentos encima de la mesa. Eran varias fotos, documentos bancarios, una lista de nombres y una fotocopia de un talón de un banco suizo.

Antxon, que se fijó primero en el talón de 5 millones de pesetas, empezó a cambiar de color cuando comenzó a ver mejor las fotos. Había algunas suyas y otras eran de compañeros de la organización. Iñaki comenzó a hablar.

—Mira Antxon, después de pensarlo mucho, creo que esta va a ser la mejor solución para ambos. En lugar de un millón de pesetas yo estoy dispuesto a desprenderme de diez. No tengo problemas. Sé que conoces bien mis capacidades. Lo que pasa es que, en vez de dártelos a ti para que te quedes con nueve y le entregues uno a tus compañeros, voy a invertirlos de forma más inteligente.

¿Sabes que es un fideicomiso? Bueno, seguro que no. Ya te lo explicarán. Está todo en estos documentos cuyos originales están depositados en una notaría de Berna. No pensarás que se llega a montar una empresa como la mía sin pisar algunas cabezas, ¿verdad? Sin entrar en detalles, te contaré que tengo unos amigos en Marsella. Ya está todo acordado con ellos. Han cobrado 1 millón solo por estar al corriente de nuestro acuerdo y cobrarán el resto en el momento en que, a mí, o al alguien de mi familia le pase cualquier cosa.

Aquí tienes las fotos que ellos os han hecho y la lista de personas que, Dios no lo quiera, desaparecerían llegado el caso. Creo que los conoces a todos. Una copia del contrato, los documentos del fideicomiso y el talón bancario que justifica el ingreso en la cuenta de un banco de Suiza donde ha quedado todo depositado.

-Espero que ahora seas tú el actúes con sentido común y te olvides de mí y de mi familia. No te preocupes por el café, está pagado.

Iñaki se levantó, recogió el maletín y dejando los documentos sobre la mesa, se marchó. Las piernas le temblaban y casi no podía andar en línea recta. No miró hacia atrás. Aunque el resto de su vida tuvo que ir con guardaespaldas, no volvió a saber nada de más de Eguibar, ni de ETA. Asunto resuelto. Gracias Sun-Tzu, pensó

Epílogo

Otros no tuvieron tanta suerte. Alguno incluso de su clase en el instituto, como José Aybar, el jefe de la policía municipal de Baracaldo. Era de la cuadrilla de Antxon. El padre de Aybar, que era bombero, salvó al pequeño Antxon de una muerte segura en el incendio de su casa. En el barrio, todos saben que fue Antxon quien dio su dirección a los asesinos de ETA. Le pegaron un tiro en la nuca cuando bajaba de su coche. A la puerta de su casa. Delante de su hijo.

Iñaki contaba con su dinero y eso siempre da mucha seguridad. Casimiro Infante, otro de la cuadrilla, tuvo que marcharse. Regentaba la mejor juguetería de Bilbao. Tres tiendas. ETA le pidió 1 millón de pesetas, igual que a Iñaki, pero su empresa facturaba 20 veces menos. Se conoce que los valientes gudaris expertos en el tiro por la espalda de ETA no dominaban la regla de tres.

Después de pagar más de 5 millones durante tres años, tuvo que cerrar. Despidió a sus 15 empleados y se fue a ganarse la vida al pueblo perdido de la provincia de Cáceres donde nacieron sus padres. Entre los que mataron, los que amedrentaron y los que se fueron, cada vez fueron quedando menos voces discordantes con los violentos defensores del pueblo vasco.

Antxon Eguibar fue detenido meses después. Cantó La Traviatta al primer tortazo que recibió en comisaría. Lo consumió un cáncer de garganta mientras cumplía una condena menor de la que merecía. Justicia divina para un chivato cobarde, dirían algunos.

Cinco años más tarde, las cosas habían cambiado mucho para Ignacio Izparaguirre. Al final se fue a vivir a Andorra. Las autoridades españolas le pisaban los talones por fraude fiscal y evasión de capitales. Se había gastado en abogados, mucho más de lo que habría pagado en impuestos, pero no le importaba.

Años después, cuando su helicóptero se precipitaba sin control en las tranquilas aguas de la Costa Azul, frente al puerto de Mónaco, además de acordarse de su familia, Iñaki no pudo evitar volver a pensar en José Aybar, en Casimiro Infante y, sobre todo, en Antxon Eguibar.

Alguien, desde un yate atracado en el puerto con bandera española, observaba atentamente el accidente con unos prismáticos.

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

hoy Los años del plomo. Un cuento de invierno

Los años del plomo. Un cuento de invierno