Amor Vincit Omnia
«Aprender de la diferencia es un deber y uno de los mayores ejercicios de enriquecimiento personal»
LAURA CASADO porras
Miércoles, 10 de junio 2020, 07:24
Intangible como el viento, así son los pensamientos. Las personas, en cambio, nos encontramos escindidas entre lo tangible (el cuerpo) y lo intangible (la mente). Determinar la relación entre el cuerpo y la mente es una contienda que lleva siglos «batallándose» entre filósofos, neurocientíficos, psiquiatras, psicólogos, lógicos, matemáticos, biólogos etc., hay teorías para todos los gustos, gustos para todos los colores. Lo cierto es, que la diversidad de los pensamientos con los que nutrimos a nuestro ser determinan qué clase de persona somos.
Nicolás Copérnico devolvió a la humanidad las cotas de humildad perdidas al desplazar al hombre del centro del universo. Este hecho, unido a las investigaciones que a bordo del Beagle realizó Charles Darwin, terminaron de abrir los ojos lacrados a la humanidad que llevaba siglos de amarescente intolerancia hacia la diferencia.
Tolerar la diferencia de la «otredad» nos enriquece. La diversidad de culturas, de razas, de tradiciones, de dogmas, es la evidencia de las ilimitadas posibilidades de sentir la vida. La vida reverbera ilimitadamente en todas las direcciones.
La civilización primigenia dejó de ser parte de la naturaleza para comenzar a transformarla. Esta transformación se hizo de un modo completamente social. El paso del mito al logos se hizo factible en la colectividad. Por ello, la conciencia colectiva es una «conciencia de rebaño», ésta se va trasmitiendo de generación en generación. El hombre-rebaño tiene una gran habilidad para mimetizar el ethos del grupo. Las conductas son constructos sociales. La imitación permite a los individuos su inclusión en el grupo y la supervivencia dentro de él. La carga simbólica anexionada al grupo determinará el desarrollo emocional de los actores sociales y la progresión de su estirpe.
Ahora bien, el problema reside cuando la colectividad (léase fenómeno de masas) no aprueba la heterogeneidad de pensamiento o no es condescendiente con las ideas contrarias a su cuerpo doctrinal. Dejarse arrastrar por la colectividad tiene connotaciones negativas tan perjudiciales para el individuo en sí como para la evolución de toda la especie. El signo característico del fenómeno masa es una evidente abstención del pensamiento reflexivo unido al incremento afectivo hacia los individuos de la misma comunidad. La masa es impulsiva y carece de sentido crítico. Aunque, bien está el decirlo, las aportaciones a disciplinas como la lingüística o el arte pueden aportar gran riqueza cultural.
La comunidad refuerza los lazos entre sus miembros; se establece una filiación narcisista con el grupo. La existencia de una comunidad implica el advenimiento del líder, y la ulterior proyección en esta figura de los deseos, anhelos y esperanzas de los individuos que la integran. El líder optará por una ética de la convicción o una ética de responsabilidad según sea su nivel teórico de justicia y su sentido moral.
Nada más fácil que manipular a las masas del siglo XXI. Bastan que unos pocos ordenen en previsión de sus propios intereses: alta precisión, ingeniería social, vender doctrinas mediante fake news, dar más valor a las telecomunicaciones que a la calidad del agua, piratear conciencias, inventar problemas, ocultar realidades, falsear conductas, dividir a la población; el pan nuestro de cada día. Las nuevas tecnologías coaccionan con gran habilidad y rapidez la voluntad de los individuos con algoritmos fundamentados en la biología y la bioquímica de nuestras propias emociones e intereses que tan deliberadamente hemos regalado. ¿Aún cree, estimado lector, en su libre albedrio?
Abrazar el sentimiento del grupo irreflexivamente conlleva dejar atrás nuestros pensamientos esenciales, aquellos que nos hacen seres únicos. El olvido de esta unicidad acarrea no hacer uso de la naturaleza específica de nuestra propia vida y, por tanto, perder nuestro mayor tesoro; nuestra personalidad, que como el destino es única e intransferible.
La etimología de persona alude a la máscara. Las máscaras eran utilizadas por los actores de teatro en Grecia cuando querían expresar sentimientos diferentes. Blaise Pascal pensaba que solo existen dos clases de personas; «unos los justos, que se creen pecadores; otros pecadores, que se creen justos». Me gusta la taxonomía de Pascal. A mí me gustan las personas que, a la manera de Píndaro, se atreven a ser quienes realmente son.
Me gusta rodearme y aprender de las personas verdaderas que aman la libertad, las ciencias, las artes, personas tolerantes que beben de fuentes eclécticas, y no permiten que sus ideas se estanquen, todo lo contrario, las dejan desarrollarse, fluir, incluso se permiten el sano lujo de desprenderse de algunas de ellas para que entren nuevas concepciones. La higiene mental es tan necesaria como respirar. Estas personas tienen una sensibilidad educada lejos del bullicio gregario, una cultura superior que no entiende de hashtag, poseen un talento forjado, exclusivamente, entre ricas horas de soledad.
Estas personas, prosigo, tienen el buen gusto de no dejarse amedrentar por el rumor hueco de las dialécticas preñadas de intolerancia, las mismas que tienen la ingrata convicción de poseer la absoluta verdad. La tolerancia, conviene recordar, es el fundamento de la Paz. Solo entre estas personas, en la minoría ejemplarizante, se encuentran los «salvadores» del mañana.
Suele pasar, ya lo decía el maestro Ortega, que de la masa vulgar nada grande salga, y que ésta acostumbra a «triturar cualquier conato de excelencia». El aniquilamiento hacía las almas superiores y la influencia hacia las almas inferiores es una constante entre la masa cerril. Hay que tener una sensibilidad superior para amar la diferencia, y una sensibilidad inferior para odiar aquello que no se entiende. Bien, sin la existencia de esta minoría ejemplarizante el «afinamiento de la raza» es imposible. No hay mayor misterio.
La masa huye de la perfección al rehuir de los mejores. No avanza. Se pudre en su egoísmo y es víctima de su propia inercia anacrónica. Ser diferente implica ser el centro de la diana, pero conlleva vivir la vida que uno ha elegido vivir, o al menos la que ha podido, pero no la que le han impuesto. No salió de la masa ni del ruido Marie Curie. Isaac Newton, ni Benjamin Franklin.
El arte más difícil de conseguir en la vida es el arte de conocerse a uno mismo (y de amarse a uno mismo). Conlleva toda una vida de trabajo interior. Tal ejercicio es el antagonista del facilón e irreal click, del rumor decrépito del dataísmo. Aparentar o ser, he ahí la cuestión.
La única cura posible para superar el peor de los males sociales, la intolerancia, es el amor. Amor Vincit Omnia. Hay que educar desde el amor. Centrarse, he aquí la clave, en aquello que nos une, que es mucho, y no en lo que nos separa. Amor y compasión, se necesita poco más.
La compasión, en palabras de Adela Cortina, «entiende lo que conviene a todos y sobre todo, a los más vulnerables». Comprender al «otro» es un acto de conocimiento, de puro amor. Aprender de la diferencia es un deber y uno de los mayores ejercicios de enriquecimiento personal. La dialéctica que brota de la comprensión de la otredad es de raíces constructivas. Nunca engendrará odio. Siempre edificará el mejor de los puentes para toda la humanidad.
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