Duelo a garrotazos
Álvaro Mateos Ruiz
Sábado, 19 de julio 2025, 10:50
En un campo árido, casi fantasmal, bajo un cielo encapotado que parece pesar sobre la tierra como una losa, dos figuras se baten a muerte ... con palos. Sus piernas, encalladas en el barro hasta las rodillas, no les permiten retirarse ni avanzar. Uno alza el garrote como si cada golpe fuera el golpe de gracia. Se pelean con furia, sin recordar ya por qué empezaron. El otro, con los brazos tensos, responde con la desesperación de quien cree merecer la victoria. Pero no hay victoria posible.
Francisco de Goya, en su vejez lúgubre y lúcida, ya no pinta para complacer, sino para gritar. Y este cuadro grita España.
Las dos figuras no tienen nombre. Dos hermanos que se reparten la herencia; dos vecinos que pelean por tierras; dos ideas contrapuestas; dos políticos que creen tener razón.
Esta es la máxima representación de la política española. El culmen de la democracia a la que aspiramos. Hundidos hasta el cuello en una ciénaga que ellos mismos han creado, se enfrentan día tras día con el odio como combustible y la corrupción como destino compartido. No hay un relato de país ni una visión común. Solo el deseo de sobrevivir al escándalo del día, de arañar unos votos más en el próximo sondeo, de aguantar un poco más en la silla.
Uno de los últimos capítulos de esta tragedia se firma con las siglas del PSOE. Santos Cerdán, hombre fuerte del partido, negociador con Junts, operador en la sombra, aparece ahora salpicado por un nuevo caso de corrupción que huele a lo de siempre: tráfico de influencias, favores, dinero que no es de nadie y termina siendo de unos pocos. Llegaron al poder con la deshonra del Partido Popular, alzando el puño y exigiendo un cambio, y se marcharán con el rabo entre las piernas. Porque serán los otros los que pedirán regeneración.
Mientras se exige el cambio, la oposición, con las rodillas también hundidas en el fango, no tiene autoridad ni intención de regenerar nada. Aparecen nuevos casos de corrupción en su cúpula. Montoro salta a la palestra. Solo esperan su turno. También conocen el camino al dinero fácil, a los sobres, a las adjudicaciones con nombre y apellido. Con corbata, con escaño, con poder. Gürtel, Bárcenas, Púnica… Cada uno de esos nombres es una piedra más en la mochila de nuestra democracia.
La política española lleva años convertida en una guerra de trincheras en la que quemarte importa menos que demostrar que el otro arde también. Limpian la casa cuando esperan visita, pero mientras, no molesta tanto el olor. Se tapan la nariz, se miran con asco —y da gracias si se miran— y siguen adelante. Ya ni el escándalo provoca temblores. El guionista de ruedas de prensa de desmentidos se hace de oro trabajando a dos bandas. En las mejores universidades ya ofrecen asignaturas específicas como Cinismo aplicado, Posverdad y responsabilidades difusas o Comunicación estratégica y gestión del desprestigio. Evidentemente no es necesario aparecer por la universidad ni presentarse a examen alguno para obtener el título.
Los ciudadanos, mientras tanto, opinan. Hablan. Se quejan. Muchos callan. Unos cambiarán el voto buscando alternativas. Otros no creerán que la alternativa sea mejor. La mayoría votará al último que dé el garrotazo. A la mona que los medios vistan de seda.
¿Y los nuevos partidos? Se anunciaron como aire fresco, pero pronto les hicieron respirar el mismo aire viciado. O se fueron deshaciendo, devorados por su ambición. El sistema es una trituradora silenciosa. Si entra una tercera figura en escena, la molerán a palos para poder perpetuar el duelo eterno.
Duelo a garrotazos no muestra una pelea entre contrarios. Muestra un suicidio mutuo. Una lucha donde la razón ha sido abandonada y solo queda el instinto de golpearse. Ese es hoy el retrato más fiel de nuestra vida política. España, atrapada en una pelea interminable entre quienes prometieron servir y han acabado sirviéndose. La barra libre en el minibar del hotel que no pretenden pagar.
Quizá algún día, alguien decida soltar el palo. No por cansancio, sino por lucidez. Quizá mire a su alrededor y caiga en la cuenta de que también tiene el barro hasta las rodillas. Que hubo un tiempo —difuso, remoto, olvidado— en que caminaba sin hundirse. En que pegaba, sí, pero podía mover algo más que los brazos. Que el barro no estaba allí desde siempre. Que es fruto del enzarzamiento, de cada paso sucio, de cada golpe disfrazado de discurso, de cada traición a quienes decían representar. Y que aún es posible dar un paso fuera. Quizá con ayuda del otro. Quizá baste con que uno tienda la mano y el otro no la rechace.
Ese día aún no ha llegado. Pero aún no es tarde.
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