Alicia
«A veces, siento añoranza de aquellas eternas tardes tejidas en el mar, y ganadas al viento»
Laura casado porras
Miércoles, 1 de julio 2020, 08:56
La memoria siempre encuentra el momento oportuno para florecer. Es selectiva y, a veces, cruel. Recuerdo, a pesar de la niebla interfiriendo en la nitidez del recuerdo, suele pasar, en ocasiones modificamos la realidad para sobrevivir, especialmente cuando la verdad hiere como una corriente de agua turbia. («¡Qué pobre memoria es aquella que solo funciona hacia atrás!»). Recuerdo una cándida tarde de Venus, colmada de mirtos, rosas y lluvia; jovial, como acostumbraba a ser el último día de la semana laboral. El sonido de la lira adormecía a la vida sin esperanza. ¡Éramos tan jóvenes e incautos!, a pesar de ello, percibíamos la angustia de la levedad de clases. Nacimos campesinos, lo sabíamos, pero la candente juventud nos otorgó la belleza necesaria para creernos omnipotentes.
La felicidad del momento irradiaba la posibilidad de cualquier sueño inmortal. Él, me preguntó sin titubeos ni timidez. Seguramente estaba distraído cazando moscas (solía cazarlas todas). Sin darle la mayor importancia, o, quizás, sí, acostumbraba a pasar noches enteras divagando sobre posibles preguntas que realizarme para sacar toda la sustancialidad contenida en mi aliento. A veces lo conseguía. De repente, entre risas de miel y silencios interpeló con nacarada ingenuidad.
-¿Cuál es tu reina preferida?
Ante la sorpresa preliminar, no tardé más de cinco segundos en responder. -Alicia, (God save the queen)- escribí decidida.
Intuí que algo acababa de cambiar. O de empezar. Recuerdo, aun hoy, como en aquel instante florecía la burbuja hegemónica del delirio. Advertí la sensación de apertura recorriendo cada poro de mi estremecida piel.
-¿De qué país?- escribió, sin apercibir la magia del inmaculado instante ya eterno.
-De Wonderland- esbocé una sonrisa con alma de Victoria.
-¿Wonderland?
Comenzó a centrarse en la conversación, saturado ya de tantas moscas insípidas.
-¿No conoces Wonderland?- refunfuñe.
Ávido de entendimiento se apresuró hacia el buscador más afamado para salir de dudas. Tardó en comprender. Al fin, dio señales de vida y con su frugal temperamento me interrogó:
-¿Sigues perdiendo el tiempo en alimentar tus sueños quiméricos?
-«Si conocieras el tiempo tan bien como yo, no hablarías de perderlo»- proseguí decidida-, además, «nada es imposible».
Hacía meses que venía advirtiendo que aquella persona a la cual entregaba parte de mis introspectivas elucubraciones era, en esencia, diferente a mí. Ambos teníamos una perspectiva de la vida contraria al otro. Ni siquiera éramos las dos caras de una misma moneda; ni él era la cara ni yo la cruz. En mi mundo, como en Wonderland, no había cabida para la monetización absorbente como único vínculo de cohesión social, ni para el uso y abuso del fetichismo de la mercancía que rige la igualdad convencional, en mi mundo primaban los valores humanistas. Él lo sabía.
Me vi tentada en numerosas ocasiones en concluir aquellas charlas virtuales de los viernes, seguramente proseguí por desconocer la obscuridad del mundo material de la gran urbe. Lo desconocido siempre atrae. En cierta medida me hipnotizaba la insustancialidad de aquel ser desorientado. Después de todo pensé, «todo tiene una moraleja, solo falta saber encontrarla».
Él seguía observando atónito mis usos del lenguaje tan atípicos a lo que solía acostumbrar en su pragmática realidad. Me clasificó de incoherente simplemente porque su estrechez de miras era consustancial al fordismo utilitarista que lo había visto crecer. Desconocía por completo la lógica que reinaba en mi universo y menos en Wonderland. Lo vi claro desde el primer día. Nunca, me dijo, había sentido la necesidad de contemplar las hilanderas de Velázquez en el Museo del Prado ni de pasar una tarde de sábado en el Reina Sofía alimentando a su nostálgica alma, pero lo que era peor, ¡nunca había estado en Wonderland! ¿Podía ser posible?
Tampoco era yo la más apropiada para indicarle que camino debía elegir. Cada cual debe encontrar el camino en su interior. Siempre, claro, que se quiera encontrar.
-En el caso de que no importe el lugar adonde ir «tampoco importa la dirección que tomes»- solía advertirle con frialdad.
Siempre tuve claro que nuestros caminos no convergirían nunca jamás. Ni siquiera cuando nuestros labios ocultos se encontraban.
Aquel último viernes de farras encendí la radio, sonaba Time de Pink Floyd, derramé algunas lágrimas que traspasaron con lucidez al silencio de la agónica desesperación, entonces no entendía por qué Saturno termina devorando a sus propios hijos. Perdida entre los acordes recuerdo con áurea precisión que contemplando al horizonte utópico vi cruzar a un gato, de repente me sonrío. «Ni siquiera sabía que los gatos podían sonreír».
-«¿Comerán murciélagos los gatos?»- Me pregunté inmersa en un mar de dudas-. Me uní a su entrañable sonrisa. Las sonrisas son poderosas cuando brotan del corazón.
-De todas las lenguas registradas en Babel- le comenté a mi amado amigo virtual-, la sonrisa se lleva la palma. En Wonderland cuando sonríes de verdad con todas tus fuerzas, todo es posible.
Tan absurdo le parecía mi mundo edificado con cimientos de Wonderland, como a mí el suyo construido con los pilares neoliberales. Nunca supe entender cómo los campesinos podían defender semejante atrocidad. Nunca lo entenderé. Le hablé de la insostenibilidad y del futuro incierto de la humanidad. Hizo oídos sordos ante mi alusión a convertirnos en los próximos refugiados climáticos. No es que quisiera ser una aguafiestas, tan solo era la verdad, la nuda veritas. Él seguía aferrado al embrujo circeano de los rótulos parpadeantes que engalanaban la Capital del Reino. Había crecido con ellos, no conocía otra realidad que la de fundamentar la felicidad en la cosificación de la productividad. Me fustigaba desoyendo mi perspectiva, estimaba que era tan solo una opinión de un improbable futuro. Cada uno es libre de construir su enjambre de creencias, y aferrarse a ellas, pero partir de una premisa falsa conlleva omitir lo relevante para terminar naufragando entre la realidad común. ¡La luna no retoza en las ciénagas frías!
Creo que pronto nos cansamos de bailar entre aguas adversas. Él mostraba signos evidentes de un caso típico de empacho de moscas botulínicas. Las noches de caza le servían para acrecentar su esfera superyoica y vaciar su cerebro de la testosterona sobrante. Yo seguía en mi afanosa labor de transformar la realidad, de vencer al mal con el bien. En realidad, nunca me mostró su corazón, se lo tenían prohibido, a pesar de ir en contra de su voluntad. Siempre fue muy obediente.
Recuerdo la última conversación que mantuvimos hace años. ¡Tantos! Le dije a mi enigmático aliado que me había hecho un tatuaje minúsculo.
- ¿En qué parte del cuerpo?- preguntó excitado.
-¡Qué más da el lugar!- respondí apesadumbrada-. Nunca podrás leerlo.
Con vehemencia siguió preguntando: -¿Y qué es?
-Es un concepto- tecleé serena.
-¿Un concepto?- seguía preguntando incansablemente-. Pude adivinar su cara de consternación.
-¿Y qué concepto es?
Mi amigo virtual no se daba por vencido. Descubrí tardíamente que sí teníamos algo en común.
-Alētheia- concluí.
No recuerdo mucho más de aquella tarde de conversación entre la rosa y la espina. El tiempo se ha aliado con el olvido. El recuerdo ha naufragado. El aroma del ayer y de la rosa se ha marchitado, ¡tan solo queda el nombre!, y los sueños, casi todos, han cambiado.
A veces, siento añoranza de aquellas eternas tardes tejidas en el mar, y ganadas al viento. Tardes en las que «casi nada era en realidad imposible». Ahora, veo como la luz del sol se refracta en mi ventana vidriada. Contemplo la vida pasar sin detenerse. Los armónicos cantos de las aves me transportan a un mundo imaginario, de repente aparece un veloz conejo portando un reloj agonizante y me pregunta:
-«¿Usted conoce cuerdos felices?».
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